Lo primero que hice cuando sentí que el mundo se me venía encima, fue recordar una frase que me dijo una querida maestra hace muchos años: lo único que uno tiene seguro en la vida, es a uno mismo. De un modo u otro, la vida siempre termina por imponernos las cosas, así que desde joven aprendí a cultivar pequeños placeres que no necesitaba compartir con nadie: leer en mi cama, ir al cine sin compañía, ver una serie en televisión, tomar cursos para aprender cosas nuevas, hacer yoga, escribir. Hay muchos otros placeres que se pueden disfrutar en soledad, como escuchar música, caminar por el parque o por el centro comercial, probarte ropa en las tiendas aunque no vayas a comprar nada, curiosear los libros en una librería, descubrir nuevos mundos navegando por Internet, sembrar plantas, tejer o bordar…
Hemos hecho del término “soledad” casi una mala palabra. Una palabra que nos asusta pronunciar. Resulta irónico, en un mundo donde la gente se aleja de quien está cerca para “conectarse” con quien está lejos, a través de un medio electrónico. Evadimos la soledad, pero elegimos el aislamiento. Nunca he visto una imagen que me haya trasmitido tanta soledad como esa fotografía que anda rodando por las redes, en la que vemos una góndola navegando por los canales de Venecia, mientras sus cuatro ocupantes están concentrados cada uno en su teléfono móvil. ¿Acaso estar sentado junto a alguien es garantía de sentir la calidez y el amparo contenidos en la palabra “compañía”? Estar acompañado no siempre es lo mismo que no estar solo.
Crecemos junto a nuestros padres, hasta que los dejamos para convivir con nuestra pareja. Convivimos con nuestra pareja, hasta que eventualmente, por voluntad de Dios o del hombre, nos separamos. Tenemos hijos, a quienes entregamos una buena parte de nuestras vidas, hasta que emprenden su propio vuelo. Al final del camino, haber aprendido a crecer hacia adentro, haber hecho de nuestra alma la mejor compañera de viaje, es lo que nos salva.
La soledad no es tal tragedia cuando dejamos de temer desnudar nuestra alma frente al espejo. Cuando nos reconocemos en nuestra luz y en nuestra sombra. Cuando aceptamos, sin miedo, nuestro lado más oscuro. Cuando hemos aprendido a conocernos tanto, que ya no habrá compañía más cómoda que nuestro propio ser.
En la segunda mitad de la vida, no se puede ignorar el hecho inexorable de que más tarde o más temprano, estaremos solos. Nada seguirá siendo tan gratificante como los ratos de conversación con las amigas, los almuerzos familiares o las visitas de los hijos. Pero si somos lo suficientemente generosos como para agradecer por el pasado y dar la bienvenida a esta nueva etapa, las personas y los momentos compartidos no serán un imperativo para ser felices.
Al final, la soledad es el derecho que nos hemos ganado a vivir en nuestros propios términos.