Para Elisa

 

Las madres son espejos.

Desde su infinitud,  nos devuelven, sin propósito, la mirada del otro.

Esa mirada nos desnuda y nos deconstruye, nos regresa al origen.

Es una mirada temida y temerosa.

No se puede escapar de ese espejo. Nos hacemos mujeres viéndonos en él, y allí nos buscamos por oposición o por semejanza, o por ambos.

Cuando somos niñas, el espejo es solo un cristal transparente. El alma inocente apunta al ideal que proyecta esa figura inmensa de amor y misterio, y, desprovistas de todo juicio, somos en nuestra esencia.

Algunas tienen menos suerte, y a los pocos años el cristal se mancha, tal vez se quiebra, y  deja una imagen difusa, rota en mil pedazos. Algunas pasan la vida tratando de rearmarse.

Pero de cualquier forma, en nuestra adolescencia, el espejo aparece en todo su esplendor. La imagen que nos devuelve no suele gustarnos. En ella descubrimos  el defecto y la virtud, la fortaleza y el miedo, la generosidad y el egoísmo, el amor y el odio, el acierto y el error. Son ellas y somos nosotras. A la vez y distintas. Como una sola. Y ahora sí, la semejanza o la distancia, empiezan a construir la base sobre la que se asienta nuestra adultez. Estamos marcadas por ese espejo que son ellas, cuyo vientre habitamos por nueve meses.

Debieron pasar muchos años para que yo aceptara mirar mi reflejo sin temor a la sombra. Porque aunque yo amaba inmensamente a mi madre, crecí por oposición a todo lo que ella proyectaba. Ella era frágil y yo era fuerte. Ella era temerosa y yo valiente. Ella era dependiente y yo era libre. Ella era familiar y yo solitaria. Ella hablaba, yo callaba.

Solo en mi etapa más adulta y después que su alma pasó a otro plano, comprendí  todo lo que de ella había en mí. Y todo lo que de mí hubo en ella.

Yo no tengo hijas, y no puedo hablar desde esa experiencia. Pero a mi alrededor he visto a  muchas jóvenes fracasar en su vida profesional y personal, por el temor a enfrentar la sombra, escondida en sus madres.

Hay que aprender a mirarnos sin temer.

Yo encontré a mi madre y me encontré en ella. En su miedo, en su fragilidad, en su dependencia, en su palabra. Y reconociendo el pasado, en ella descubrí mi valentía, mi fuerza, mi libertad, mi soledad y mi silencio.

Desde aquí, porque sé que está cerca, le doy gracias por haber sido todo lo que soy, de un modo distinto. Del único modo que podía. Del único modo que sabía.

Sigo mirándome de cerca en ese espejo, y allí la RE-CONOZCO

 

La tercera vía (hacia la felicidad)

Uno de mis ejercicios favoritos como escritora, es observar a la gente. Me encanta, por ejemplo, imaginarme la vida de la señora que camina junto a mí en el supermercado y va llenando su carrito de productos que me dicen un montón de cosas acerca de quién es. O también adivinar a dónde va el señor que detiene su carro a mi lado, en el semáforo, mientras espera con angustia la luz verde. Pero mi favorita, desde pequeña,  es mirar las ventanas iluminadas de los edificios en las noches, ver pasar una  silueta, o dos,  y construir en mi cabeza toda una vida posible. ¿Es una familia? ¿Un hombre solo esperando a su amada?? ¿Tal vez una mujer que cuida de su madre anciana? Y la pregunta más interesante de todas: ¿son felices allí adentro?

En el último año de mi vida he descubierto que la mayor parte de las personas buscan la felicidad por tres vías: la primera, la más común, es el concepto de felicidad que tiene que ver con el éxito del mundo material. Y por mundo material me refiero a todo aquello que tiene que ver con la seguridad económica y el éxito profesional. Cuando somos muy jóvenes, pensamos que comprar una casa, un auto y tener el trabajo soñado, que a la vez nos dé un ingreso económico importante y nos permita realizarnos profesionalmente, constituyen la felicidad, o al menos, una buena parte de ella.

La segunda vía hacia la felicidad, tiene que ver con las relaciones. Encontrar el amor, la pareja adecuada, formar una familia, tener hijos, pertenecer a un grupo de amigos que nos permitan disfrutar los pequeños placeres de la vida.  Esta idea comienza a rondarnos en la adultez temprana, probablemente nos llegue primero a las mujeres y un poco más tarde a los hombres, pero en general, la soledad no suele estar atada al concepto que tenemos de felicidad.

Si logramos alcanzar las dos anteriores, es probable que no creamos necesario recorrer  la tercera vía. Podemos conformarnos con satisfacer nuestras exigencias intelectuales y nuestras necesidades emocionales. Pero cuando una de las dos falla, cuando una pérdida nos arranca sin aviso la seguridad material o un pedazo de corazón, la tercera vía está allí, esperándonos. Muchos la ignoran y caen al vacío. Otros la transitamos como única vía de salvación, y allí redescubrimos una felicidad distinta. Esa vía, es la espiritual.

El tránsito por la pérdida me obligó a descubrir una fuerza escondida que hace años me enviaba señales. Pero yo estaba muy bien con mi vida emocional y material y no tenía interés en emprender un viaje (doloroso, siempre es doloroso) hacia mí misma. Abrir la puerta a esa fuerza y permitirle revelarse con todo su poder, me mostró un camino desconocido, maravilloso y lleno de nuevos retos. Ese camino es hacia mí y la felicidad se realiza en el encuentro conmigo. El encuentro que trasciende mi yo material, mi yo emocional, y me lleva a lo que hay en mí de eterno e imperecedero. Esta felicidad es la única que no tiene fecha de caducidad porque no está signada por la pérdida.

La fe, que mi madre me regaló, y la certeza absoluta de que soy algo más que un cuerpo físico, me han permitido descubrir una felicidad distinta. En este trayecto he echado mano de todas las herramientas y aprendizajes que he considerado que aportan luz a mi búsqueda. He conocido gente con el alma rota, que ha renacido victoriosa luego de un tortuoso viaje hacia el interior de sí mismos. No existen atajos en este recorrido, no creo en gurús que ofrecen la felicidad en tres pasos ni en el círculo mágico del éxito. Creo en el camino lento del autoconocimiento, que implica mirar el pasado y reconocerlo, perdonar,  perdonarme, y dar gracias porque soy la suma y consecuencia de todo eso. Implica mirar al futuro, aceptando que voy a caminar con una nueva conciencia cada minuto que me regale Dios, y que solo valdrá la pena hallando el sentido y la trascendencia en el otro. Implica mirar al hoy en su impermanencia, y saber que hago, simplemente, lo que me corresponde.

Si aún no has atravesado el umbral de la tercera vía, quizás no te ha llegado el momento. Pero cuando llegue, acéptalo, prepárate y atrévete a derribar al guardián. Una vez que te sumerges en tu luz interior, la felicidad es para siempre.

 

El mundo a tus pies

 Tengo 23 años. Con toga y birrete, estrenando vestido y zapatos muy altos, desfilo oronda por el escenario de aquel antiguo auditorio de la universidad. Mis padres están allí, orgullosos, mirándome como quien agradece una misión cumplida. Lo hice bien. Mi novio se fue al exterior hace tres meses. Tiene una beca y ya comenzó su posgrado.  Yo me voy en  un par de meses. Me aceptaron en ese programa de escritura que me gusta, en la misma ciudad que él. Viviremos juntos y en un par de años estaremos casados. ¿Quién lo pone en duda después de siete años de amores? El mundo está a mis pies. Tengo la mirada puesta en el horizonte.  Afuera, me espera un chico a quien acabo de conocer. Es muy sexy y me encanta. Amo a mi novio, pero necesito un compañero de baile para esta noche. Lo invité  a una fiesta con mis amigos. El aceptó.

Tengo 26 años. Estoy recién casada.  Regreso del exterior a trabajar en lo que me gusta. Quiero escribir para la televisión y para el cine. Para eso me he preparado. He recibido una oferta de trabajo tentadora en la universidad, pero no la estoy considerando. Soy dueña de mi destino y voy a cumplir mi sueño profesional. Tal vez hasta gane un Oscar

Tengo 28 años. Mi esposo y yo hemos decidido que es hora de ser padres.  Nos preparamos para eso porque ya nos hemos divertido bastante y las condiciones económicas están dadas para criar un hijo. ¡Vamos por ello! Quiero ser mamá antes de los 30.

Tengo 35 años. He estado trabajando en el campo académico, porque las oportunidades no se pueden desperdiciar y yo tuve una en un millón. La verdad, me aburre un poco,  pero el horario es genial y ahora tengo dos niños pequeños. No, no he tirado la toalla con la escritura. En un par de años aún estaré joven e iré por mis sueños.

Tengo 43 años. Han pasado cosas terribles en mi país y yo le empiezo a temer al futuro. No veo claro el porvenir de mis hijos. Ya mi familia pasó por esto en Cuba y no se va a repetir. Cancelado.  No me lo merezco. Ahora trabajo en un canal de televisión escribiendo y eso me hace feliz.

Tengo 46 años. Trabajo mucho en el canal y me queda poco tiempo para la familia, pero sé que puedo ser profesional, esposa y madre al mismo tiempo. Muchas mujeres lo hacen. ¿Por qué no yo?

Tengo 50 años. Acaban de cerrar el canal de televisión para el cual trabajo. La experiencia de Cuba vuelve a repetirse.

Tengo 52 años. He regresado a la academia y creo que finalmente he descubierto mi verdadera vocación. Empiezo a encontrar satisfacción y placer en compartir conocimientos con los más jóvenes. Creo que soy buena profesora. Todos los días aprendo algo nuevo. Estoy hecha para esto. Todo hubiera sido más fácil si lo hubiera entendido antes.

Tengo 57 años. Mis hijos son dos hombres buenos y guapos. El mayor ha decidido irse a España porque se quedó sin trabajo. Aprovechará para hacer un posgrado. Creemos que es lo mejor en esta situación país.

Tengo 59 años. Mi hijo menor se ha comprometido con su novia, a quien amamos. No podemos estar más felices. En poco tiempo los chicos se habrán ido y mi esposo y yo volveremos a estar solos, como en el comienzo. A pesar de tanto, nos seguimos amando. Podremos viajar y tal vez hasta mudarnos de país…tal vez hasta dejemos de pelear tanto por estupideces

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Tengo 24 años. Terminé con mi novio de siete años  y me casé con aquel moreno sexy que me esperaba en la puerta del auditorio el día de la graduación.

Tengo 27 años. Me ofrecieron un cargo excelente en la universidad. Lo acepté.

Tengo 29 años. No logré ser madre antes de los 30.

Tengo 36 años. Escribí muchos cuentos y poemas mientras llegaba el día en que me dedicaría a ser guionista.

Tengo 44 años. Ganó Chávez. Tengo miedo. Me concentro en mi trabajo como escritora en ese canal de televisión.

Tengo 46 años. Mi matrimonio casi se fue a la mierda junto con el país.

Tengo 51 años. Me quedé sin trabajo.

Tengo 53 años. Regresé a la docencia y encontré una vocación que desconocía.

Tengo 58 años. Mi primogénito partió a buscar un mejor destino. El nido comenzó a quedar vacío.

Tengo 60 años. Mi esposo se convirtió en mi ángel.

¿Y tú? ¿Aun crees que controlas tu vida?

En vez de planes, crea opciones

En vez de mapas, usa la brújula

En vez de metas, construye senderos

El mundo estará a tus pies mientras seas capaz de usarlos para recorrer nuevos caminos

Yo elijo

 

Hace ocho meses me encontré de frente con la inmensidad. La inmensidad es ese espacio infinito y arrasado cuya visión no podemos soslayar. Yo, frente al mundo, sin la mano del compañero con quien compartí casi toda mi existencia adulta. Cuando recuperé la conciencia de mi nueva realidad, miré a mi alrededor, y en medio del vacío estaban mis hijos, tan confundidos como yo, tan aterrados como yo, pero con una angustia adicional: ¿Era yo capaz de caminar junto a mi recién llegada soledad, sin deshacerme en el intento? Su padre era el ancla,  la fuerza, el alma generosa que acogía a todos y solucionaba los problemas cotidianos de todos. Por supuesto, también los míos. Yo era la madre un poco hippie, espiritual, cinéfila y lectora empedernida, practicante de yoga y comprometida en cuerpo y alma con la docencia, en un país donde un profesor universitario gana un sueldo que no alcanza para comprar un par de zapatos. ¿Cómo iba a hacer para sobrevivir en el mundo cotidiano, en un entorno donde el día a día es una especie de ginkana?

Pensé entonces que no me iba a morir aunque lo deseara, que si decidiera sentarme a esperar la muerte iba a sufrir mucho y haría sufrir a toda la gente que me quería, y que si tocaba seguir en este plano terrenal, era porque la vida aún esperaba algo de mí. Había que seguir viviendo y hacerlo de la mejor manera posible. ¿Acaso yo no tenía nada más para ofrecer? Era mi elección: vivir el resto de mi vida en el dolor o encontrar un nuevo sentido para los años que me quedaban.

Miré atrás y agradecí a Dios todo lo que me había regalado. Miré el futuro y pensé que ya no era tan largo como para preocuparme tanto por él. Y comprendí entonces que lo único que tenemos con certeza, es el presente.  La partida repentina de mi esposo, el hombre a quien amo profundamente,  me obligó a aceptar la fragilidad humana  y a mirar de frente y sin temor a la muerte, como el hecho inexorable al que todos estamos destinados.

Para los orientales, la certeza 

de la muerte y la confianza en el mundo espiritual que la trasciende, el disfrute es una obligación de cada día. En cambio nosotros, los occidentales, consumimos la vida  haciendo planes a largo plazo, sacrificamos la juventud y el disfrute para cuando la estabilidad llegue, para cuando el momento sea propicio. La felicidad vendrá con el trabajo soñado, la casa y el auto, la pareja y el hijo.  ¿Somos conscientes de que tales cosas pueden nunca llegar? ¿Debemos ser infelices siempre, porque no alcanzamos tal o cual meta, porque nunca encontramos la pareja perfecta o no tuvimos el hijo?

Aplazamos la vida porque evitamos a toda costa vivir conscientes de nuestra finitud.

La felicidad debe ser el camino, no la meta. Debe construirse en el presente, no en el futuro. Debe crearse a partir de lo que un día cualquiera tiene para regalarnos, y no de los grandes momentos perfectos que pueden nunca llegar. Puedes salir a la calle maldiciendo el tráfico y las calles rotas, o puedes poner música porque tal vez no tendrás otro momento del día para escucharla. Puedes levantarte de la cama quejándote de que tienes que madrugar porque te toca esperar una hora el transporte público,  o puedes agradecer que a pesar de todo, tienes trabajo. Puedes llenarte de odio y maldecir a los políticos todo el día, o puedes aceptar que hay cosas que no puedes cambiar y enfocarte en hacer bien aquellas en las que tu actitud puede marcar la diferencia. Elige ser feliz. La vida es hoy.

Aprende a disfrutar los pequeños momentos. Ponles magia. Los grandes pueden llegar, o no.

Sé flexible. El mundo cambia, las personas cambian. Acepta que también las metas deben cambiar.  Cuando debes soltar, hazlo desde el alma y sin rencor, si no, no funciona.

Celebra la vida cada día. Cada uno es un regalo que debemos agradecer.

No aplaces los pequeños placeres. Ponte el vestido nuevo, estrena las sábanas, usa la vajilla de porcelana, brinda a tu salud con las copas de cristal.

Cambia de trabajo si el que tienes no te satisface. Y si no consigues uno nuevo que te agrade, emprende y hazlo por tu cuenta. Correr riesgos es estar vivos.

Aprende cosas nuevas y construye nuevos objetivos.

Conserva y cultiva los buenos amigos.

Viaja siempre que puedas.

Amar es el único y verdadero sentido de la vida. No escatimes el amor.

Agradece el camino recorrido. Bueno o malo, es lo que te ha traído a ser quien eres hoy.

La felicidad es una elección. No cae del cielo. No depende de otros ni de lo que tienes. Tampoco es permanente. No significa no tener problemas o no sentir dolor. La felicidad es la decisión en la que aceptamos vivir con los problemas y el dolor, y no a pesar de ellos.

Yo elijo (luchar por) ser feliz.

 

 

 

 

«Todo es gratis»

Hace unos días me tropecé con un video de Pilar Sordo.  Con la chispa y el genio que la caracterizan, trataba dos temas complejos que parecen tatuados en la psique de nuestra cultura judeo cristiana. El primero, el pesimismo. El segundo, la culpa. Si vemos ambos conceptos en conjunto, entendemos que el primero es consecuencia del segundo. Dicho de otro modo, nos negamos el optimismo porque no nos sentimos merecedores de la felicidad terrenal.

Entre risas y asombro, escuchaba a Pilar Sordo rememorando las miles de veces que saboteé mi propia felicidad, y peor aún, la felicidad de los otros. En la absurda certeza de que somos “realistas” y “prácticos”, la mayor parte de las veces nos empeñamos en ver una nube oscura sobre cada día soleado, en abrigar, consciente o inconscientemente, la idea de que cada risa se paga con llanto y de que cada momento de felicidad está amenazado por el dolor. Habitando en el miedo, nos convencemos de que alguna extraña cábala evitará que algo malo nos pase si estamos siempre “prevenidos”, es decir, si somos “conscientes” de que el dolor está a la vuelta de la esquina, acechándonos, mientras accedemos a ser (un poco) felices.

Hace unos cuantos años, mientras esperaba el resultado de la biopsia de un quiste mamario,  yo me sentía en absoluto pánico. Mi profesora de yoga me vio tan angustiada, que me llevó con un sacerdote carismático para que me impusiera las manos. Entre otras cosas, le dije al Padre que la vida me había dado tanto,  que yo sentía que tenía que “pagar” algo. La fuerza espiritual que transmitía aquel hombre era poderosa, pero fue una frase lo que me marcó para siempre: “TODO ES GRATIS”

Mientras más se abre nuestra puerta a la felicidad, más nos encerramos en el temor a perderla. La posibilidad (incierta) de un mañana oscuro, puede empañar un presente luminoso. El miedo nos impide pensar que la alegría y la tristeza son en igual medida parte de esta vida, y que no hay nada que podamos hacer para cambiarlo. La felicidad llega y se va, así como llega y se va el dolor. Todo es impermanente. Todo es gratis. No puede haber culpa en vivir.

Cuando te llegue una alegría, vívela al máximo. No importa cuán breve sea, habrá valido la pena. Y cuando alguien te cuente un momento de máxima dicha, no cuestiones, no preguntes, no adviertas. Comparte esa dicha sin pensar en la amenaza tras la puerta. También le llegará su turno al dolor, y entonces, tocará dejarlo entrar, aceptarlo, porque a través de él también vivimos.

 

 

 

El Águila

Este relato me lo contó mi prima, unos días después de yo haber sufrido una  inmensa pérdida. A ella, Nory, mi hermana del alma, quien se ha caído y levantado un millón de veces, gracias por la fe

El águila es el ave más longeva de su especie, llega a vivir 70 años
pero, para llegar a esa edad, a los 40 debe tomar una difícil decisión. Sus uñas están apretadas y flexibles y no consigue sostener las presas de las cuales se alimenta, su pico largo y puntiagudo, se curva apuntando contra el pecho, sus alas están envejecidas y pesadas con plumas demasiado gruesas ¡volar se hace tan difícil ya! Entonces el águila tiene solamente dos alternativas: morir o enfrentarse a un doloroso proceso de renovación.

El proceso dura 150 días y consiste en volar hasta lo alto de una montaña y quedarse ahí, en un nido cercano a un paredón, en donde no tenga necesidad de volar y este a salvo de enemigos. Después de encontrar ese lugar, el águila comienza a golpear su pico contra la pared hasta conseguir arrancarlo, luego deberá esperar el crecimiento de uno nuevo con el que desprenderá una a una sus uñas. Cuando las nuevas uñas comienzan a nacer, comenzará a desplumar sus viejas alas y finalmente, después de cinco meses, sale a su vuelo de renovación, lista para vivir 30 años más.

En nuestras vidas, muchas veces tenemos que resguardarnos por algún tiempo y comenzar un proceso de renovación para continuar con un vuelo victorioso. Si estás justo en ese momento, no te apures en volar pero no renuncies a ser una mujer nueva. Para ello debes desprenderte de costumbres, tradiciones, resentimientos y recuerdos que te aten, porque solamente mirando alto y hacia delante, podrás aprovechar el resultado valioso que una renovación siempre tiene. El dolor, cuando lo entendemos como parte natural de nuestra vida, así como lo son el amor y la muerte, jugará a tu favor, si aprendes a vivir en armonía con él. Como el águila, entenderás que ese nuevo vuelo hacia el crecimiento y la sabiduría, no sería posible sin el dolor de haber perdido las viejas alas.