No soy perfecta y no importa

En esta etapa de mi camino y en diferentes escenarios, he tenido la oportunidad de compartir vivencias con muchas mujeres . Estar sola es una puerta abierta para reanudar el encuentro con el propio género y recuperar contacto con viejas amigas. Quizás eso, junto con mi trabajo como profesora y terapeuta, me ha permitido observar, desde la experiencia, ciertos rasgos femeninos muy comunes que no dejan de preocuparme. He descubierto una generación de mujeres obsesionadas con la perfección. La búsqueda de la perfección conduce, nada más y nada menos, que a la necesidad de controlarlo todo.

En mi generación, quizás porque no estábamos expuestas a las redes sociales y no vivíamos en continua comparación con nuestras congéneres, o porque el asunto de la liberación femenina no se había convertido en necesidad de privilegiar nuestro yang sobre nuestro ying, el perfeccionismo y el control no eran tan comunes . Yo nunca me he sentido perfecta ni he pretendido tener control absoluto sobre ningún aspecto de mi vida, llámese hogar, hijos , trabajo o vida social . Quizás he sido un poco hippy, pero compartir el control con mi pareja o con mis compañeros de trabajo, siempre me pareció que estaba bien , porque me permitía vivir en equilibrio. Hoy miro con preocupación una generación de jóvenes adultas que han popularizado el singular concepto de «síndrome del impostor» . Nunca se sienten completamente seguras de que lo que hacen sea lo suficientemente bueno . Nunca nada de lo que delegan en los demás está lo suficientemente bien hecho. Y en el afán de controlar y hacer, terminan por deshacerse a ellas mismas. Muchas de las jóvenes a quienes acompaño en sus procesos no se dan cuenta de por qué se sienten ansiosas y agobiadas. Como no saben ponerse límites, contienen la rabia y la tristeza, hasta que en cualquier momento y por cualquier motivo, estallan, o peor aún , enferman . Lo más grave, es que las consecuencias de estos afanes perfeccionistas dejan sus huellas en el entorno más cercano: la pareja y los hijos. Con frecuencia, estas mujeres repiten el patrón de sus madres, o son el resultado de las heridas de rechazo.

Tomar conciencia es el primer paso. Pero para soltar el control y dejar a un lado la obsesión por la perfección, hay que cumplir dos condiciones: primero, reconocer y abrazar nuestros limites humanos. No podemos abarcarlo todo. No podemos hacerlo todo bien . Reconocernos imperfectos y vulnerables no significa no ser suficientes. Y, segundo, confiar en que los otros harán su parte, aunque el resultado de esa parte no se corresponda ciento por ciento con nuestras expectativas. Cada uno aporta a la vida desde su lugar en este mundo. Cada uno es perfecto desde sus fortalezas y sus carencias. Somos únicos e irrepetibles en nuestra humana imperfección. Por eso siempre necesitamos del otro.

En lo que a mí respecta, acepto que no tengo control sobre la mayor parte de las cosas que me ocurren en la vida. Acepto que hago las cosas poniendo lo mejor de mi, pero a veces me equivoco . Acepto que no soy perfecta , y no importa.

Edith Stein: un encuentro con Dios entre dos guerras

Por coincidencia o causalidad, en estos días han llegado a mis manos varios artículos y frases de esta mujer, a quien conocí gracias al montaje teatral que hiciera mi hermana del alma Virginia Aponte hace unos cuantos años en la UCAB. Entonces yo era otra persona y mi mundo era otro, el asunto de la guerra, la injusticia y la muerte se me hacían aún lejanos. Pero hoy cuando la palabra guerra se repite en cualquier contexto, a veces con frivolidad y desde la absurda certeza de que “eso les pasa a los otros”, Edith Stein se me ha hecho presente en su historia de vida, en su pensamiento filosófico, en su espiritualidad humana. Edith vivió entre dos guerras, para, finalmente, ser víctima de la segunda.

Está claro que los hombres no aprendemos de la historia.

Edith Stein o Sor Teresa Benedicta de la Cruz, fue una de las mentes más brillantes de Europa, una pensadora que pudo haber cambiado radicalmente el camino de la filosofía alemana y, con ella, de todo el pensamiento contemporáneo.

El 9 de agosto de 1942 Edith Stein fue asesinada con gas cianhídrico en el campo de concentración nazi Auschwitz-Birkenau, junto a un grupo de judíos convertidos al catolicismo que acababan de ser deportados desde Holanda. Su trágico final marcaría para siempre el recuerdo de su vida y su obra, convertida en mártir para el imaginario católico: el 1 de mayo de 1971 fue beatificada por Juan Pablo II   y en 1998, tras aprobarse el necesario milagro, es canonizada por el mismo papa como Teresa Benedicta de la Cruz, en la Plaza de San Pedro de Roma. Sin embargo, detrás de la figura sagrada, de la monja carmelita convertida en santa, se escondía una de las mentes más brillantes de Europa, una pensadora que pudo haber cambiado radicalmente el camino de la filosofía alemana y, con ella, de todo el pensamiento contemporáneo.

Nacida en el seno de una familia judía el 12 de octubre de 1891, en Breslau (Polonia), Edith Stein fue desde pequeña una niña retraída, que andaba siempre absorta en lecturas precoces.

Solo dos años después de entrar en la universidad comenzó a escribir su tesis doctoral, que obtuvo un summa cum laude, algo realmente raro para una mujer, e impensable en el campo de la filosofía, pues según las costumbres académicas de la época esa calificación te convertía de manera automática en candidato para obtener una cátedra. Su mérito fue todavía mayor si tenemos en cuenta que su director de tesis era el reputado Edmund Husserl, quien por aquel entonces era quizá el filósofo vivo más importante de Europa, y desde luego uno de los más influyentes.

La relación entre la discípula y el maestro se rompería poco después de que éste le ofreciera dirigir un seminario para principiantes, con la triple condición de no cobrar por ello, no obtener reconocimiento académico y, lo más grave, renunciar a postularse para la cátedra. La explicación para este maltrato, a pesar de la admiración que había mostrado por el pensamiento de Stein, parece estar claramente relacionada con la misoginia de Husserl, que ni siquiera se molestaba en argumentar. En estos años , Stein intentará habilitarse para cátedra en cinco universidades distintas (Gotinga, Múnich, Friburgo, Breslau y Kiel) y en todas será rechazada por ser mujer.

Su sustituto como asistente de Husserl fue el entonces joven filósofo Martin Heidegger, quien se apropió del trabajo que ella había hecho durante años, y publicó las Lecciones de Edmund Husserl sin citarla. Con el influjo carismático de Heidegger se perdería el camino intelectual que había abierto Edith Stein hacia la empatía y la intersubjetividad: tras su experiencia como enfermera durante la Primera Guerra Mundial, dónde Stein había tenido que lidiar con los cuerpos de los otros –magullados, heridos y enfermos– tenía claro que un sujeto solo podía llegar a existir en relación con los demás. Y frente a todas aquellas teorías que privilegiaban la perspectiva del yo, como la de Heidegger, ella ponía en el centro la experiencia compartida, la percepción de las vivencias de los demás, que consideraba el fundamento de toda relación con el mundo. El conocimiento, el amor, el lenguaje, la experiencia religiosa: para Stein, todo esto era posible gracias a la relación abierta y natural entre los cuerpos vivos y sus espíritus. 

La decisión de dejar la universidad fue muy dura, pues ella la vivió como un fracaso. Pero este adiós le sirvió para dar el paso que transformaría su pensamiento por completo y dirigiría sus ideas sobre la empatía hacia un camino inesperado: su conversión al catolicismo. A partir de ahora Stein seguirá ahondando en este camino a través de la lectura de los místicos y de su idea de acceso al conocimiento a través del espíritu, más que a través de la conciencia y el pensamiento discursivo.

Abogaba por una educación igualitaria, y señalaba que, en la medida que no se las considera productivas, a las mujeres no se les da ni siquiera la oportunidad de desarrollarse individualmente. Llama la atención entre estas palabras un asunto que aún sigue hoy vigente: Stein apunta que no bastaría con que las mujeres se realicen profesionalmente si los hombres no comienzan a valorar y realizar las actividades típicamente femeninas

Con la llegada de Hitler al poder en 1933, Edith fue apartada poco a poco de las instituciones académicas a las que estaba vinculada y se le negó cualquier actuación pública. Nadie salió a ayudarla cuando fue expulsada del único puesto que le quedaba en el Instituto Pedagógico de Münster, de estudios puramente católicos. Este mismo año entró en el monasterio Carmelo de Colonia, donde tomó los hábitos y recibió el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz. Esta nueva transformación radical y el tiempo que pasó allí estuvo acompañada por sus lecturas filosóficas y su encuentro espiritual con los místicos.

Stein encontró en el Carmelo el descanso y cobijo que llevaba tiempo buscando, y sin embargo aún le queda por vivir el último traslado forzoso: poco después de prometer los votos definitivos como carmelita llegó la ‘Noche de los cristales rotos’ y la persecución más violenta contra los judíos. Era el año 1938 y sólo habrían de pasar cuatro más para que dos oficiales de las SS irrumpieran en el convento holandés llevándose por la fuerza a la monja. 

De la semana que pasó en el campo de exterminio hay varios testigos que dan cuenta de que Edith Stein mostró, hasta su último segundo de vida, serenidad, entereza y compasión. “Había una monja que me llamó especialmente la atención y a la que jamás he podido olvidar”, cuenta el testimonio de una madre que pudo salvarse después, “aquella mujer, con una sonrisa que no era una simple máscara, sino que iluminaba y daba calor. Era la imagen de una mujer algo mayor, con aspecto juvenil, que era de una pieza, auténtica y verdadera. En una conversación dijo ella: “El mundo está lleno de contradicciones; en último término nada quedará de estas contradicciones. Solo el gran amor permanecerá. ¿Cómo podría ser de otra manera?”.

El busto de Edith Stein en Berlín se erige sobre un pedestal de piedra. Una placa presenta allí una cita extractada de su obra que dice así: «Para la consideración externa el cuerpo vivo, como lo que cae bajo los sentidos, es lo primero y el espíritu lo último. Visto desde dentro, el espíritu consciente de sí es lo primero y el cuerpo físico lo más alejado y último». La mirada de Edith Stein ha querido ver a la persona humana desde dentro. Y allí ha descubierto el espíritu como lo que nos abre hacia fuera y hacia ese dentro.

En ese estar expuesto a la mirada de Dios es donde quedan unidas la libertad, que depende de nosotros, y la historia, que se nos escapa de la mano.

Fuente: EL PAÍS, BERTA GÓMEZ SANTO TOMÁS | 12 OCT 2020

REGRESO A CASA

Regreso a casa.

He vivido un par de meses lejos de mi mundo ordinario. Otros países. Otras vidas. Otros afectos. No mejores. No menores. OTROS.

Algunos huyen de su mundo ordinario como si del infierno se tratara, para luego enredarse en un infierno ajeno que no se atreverán nunca a reconocer. O pueden llevar su infierno a cuestas.

Y así, unos van, otros vienen. Con su infierno o con su paz.

Yo voy y vengo. Me voy y me quedo.

Reconozco el mundo como escenario.  Cuando subo a la tarima piso siempre las mismas tablas. La misma luz me ilumina desde arriba  y la misma oscura cortina se extiende a mis espaldas. Solo cambia el decorado. Quizás el color de la luz.

 A veces hay flores y bosques,  casas nuevas, calles relucientes de asfalto y caminos suaves por los que provoca andar sin zapatos. Las luces brillan esplendorosamente, y vuelven invisible el cortinaje, que puede convertirse en arcoiris, ciudad de neón, o hasta en el mismísimo mar.

Otras veces no hay nada de eso. Hay un escenario en penumbra. Las tablas se asoman como calles rotas o caminos empedrados. Hay flores marchitas y algunos árboles que resisten el verde a pesar de la sequía. La luz es tan tenue como la de una vela, y la opaca cortina del fondo refleja formas que parecen fantasmas y casas destartaladas.

En cambio, yo, siempre soy yo. Soy el hogar de mi misma. Soy suficiente.

Vivimos en un entorno colmado de angustia. Nuestra civilización no entiende el aquí y el ahora. Añoramos  el ayer, planificamos el mañana. Y apenas hemos alcanzado ese “mañana”, aparece la esperanza de otro “mañana”.  Así se nos va escapando la vida sin abrazar lo único cierto que tenemos: el hoy.

La continua expectativa en que vivimos, esa sensación de que nada es suficiente y que siempre habrá un mejor porvenir, es la fuente principal de nuestra angustia. ¿Y qué tal si no hubiera un mejor porvenir? ¿O si no hubiera porvenir en lo absoluto? ¿No habrá valido entonces la pena el mero hecho de vivir?

En el presente solo cabe la gratitud por la vida, tal y como nos ha sido dada.  Y solo en el presente podemos cultivar nuestro centro de paz.

Todos hemos experimentado esos momentos en que una vivencia poderosa nos hace olvidamos por un rato de nosotros mismos. Como cuando vamos al cine y la película nos engancha de tal manera, que al finalizar no sabemos dónde estamos ni cuánto tiempo hemos pasado allí. Eso es vivir el presente con absoluta plenitud.

Para alcanzar ese estado de paz, Budha dice que necesitamos seguir cuatro leyes:

La primera, es la aceptación del hecho de que la vida implica felicidad y dolor. Todo a nuestro alrededor, cualquiera que sea el escenario, está sujeto al tiempo, y por lo tanto, tiene fecha de caducidad.  

La segunda ley, se refiere al apego. El dolor es directamente proporcional a la intensidad de nuestros apegos. Honraremos la vida sin el afán de retenerla y aceptaremos la muerte como su fin natural.

La tercera ley, es sobre el espacio-tiempo. Cuando aceptamos que solo nuestro cuerpo físico está atado a estas dimensiones, podemos liberar nuestra conciencia y hallar nuestro espíritu, que nos trasciende.

La cuarta y última ley, es el camino recto hacia la paz. Si cultivamos el desapego, aceptando los límites que supone la existencia humana, entonces, libres de expectativas, podremos vivir en plenitud el presente.  

La vida me ha enseñado repetidamente algunas lecciones que yo me negaba a aprender. En los últimos años ella ha sido particularmente perseverante, y me ha obligado a subir varias veces a ese escenario en penumbra que me resultaba aterrador. Ha dejado de asustarme  la amenaza de caer entre las tablas rotas. Camino confiada, porque finalmente aprendí que el miedo no puede prevenir ningún evento que corresponda al devenir de mi destino. El miedo crea la angustia y la angustia nos separa de vivir el hoy.  

La paz interior y la conciencia plena pasan por aceptar que solo somos actores dentro de un escenario que es externo, que escapa a nuestro dominio. De nuestra conciencia profunda nace la capacidad para identificar lo que está fuera de nuestra área de control. Entenderlo y convivir con esta certeza es una fuente de paz.  Pero eso no significa aceptar límites y conformarnos. También de esa conciencia profunda nace la resiliencia. Entonces, depende de nosotros aceptar vivir en las sombras que a veces el mundo físico nos impone, o ser la pequeña luz que marque la diferencia.

Al identificar nuestro breve espacio de acción en el universo, reconocemos que no podemos cambiar el mundo, ni siquiera nuestro entorno más cercano. Sin embargo, nada nos impide descubrir, en nuestro interior, esa pequeña gran misión personal que a cada uno de nosotros le fue asignada. No hay felicidad duradera que no tenga sus raíces en la propia conciencia, en el conocimiento del alma y en la necesidad de dejar en este mundo, una huella bonita

No sé cuántos nuevos escenarios habré de pisar en el futuro. Sé que en cada uno tengo una misión, y mi trabajo personal es descubrirla. Sin miedo al cambio,  domino la escena. Soy yo, defendiendo mi centro, con mi hogar a cuestas. Como un caracol que lleva su casa adentro.

En tu equipo siempre, Maestra

Entraste al salón como una tolvanera, sin impedir que la puerta se cerrara de un portazo detrás de ti. Tú nunca perdías tiempo en nimiedades. Avanzaste hasta el frente de la clase con paso firme y, con toda a naturalidad que te caracterizaba, te sentaste sobre el escritorio. “Soy Carmen Cecilia Mayz, su profesora de Historia de la Cultura I”. Tu mirada se posó rápido sobre cada uno de los rostros de aquellas 60 almas que cursábamos el primer año de Comunicación Social, buscando identificar rostros conocidos. Mi amiga Marité y yo estábamos sentadas en primera fila, y allí te detuviste: “Irimia y Martínez” ‘, dijiste, con esa sonrisa de satisfacción que expresaba lo orgullosa que te sentías del privilegio de tu memoria. Dos años antes habías sido nuestra profesora de Literatura en el cuarto año de Humanidades del Colegio Teresiano. En la segunda clase, eras capaz de recordar sin vacilación los apellidos de los sesenta alumnos que componían el aula.

Tu asignatura era mi favorita. Nunca olvidabas que éramos estudiantes de Comunicación Social, y nuestros trabajos pasaban por hacer un periódico que se editaba en la antigua Grecia o un video en el que representábamos los Cuentos de Canterbury. Eras una comunicadora nata, y todo aquello de luces, cámara y acción, te gustaba y se te daba naturalmente. Tu inteligencia y afán de conocimiento eran ilimitados, y no había un área del saber en la que tu curiosidad no hubiese indagado.  Sin embargo, lejos de toda soberbia o vanidad, tu mayor carisma eran la franqueza, la espontaneidad y la sencillez, que poco tenían que ver con pretensiones academicistas. Me hiciste amar la historia y el arte pero, sobre todo, me llevaste a descubrir en el conocimiento no solo el valor de la libertad humana, sino de la libertad femenina. Cuando hablabas con pasión de la Antigua Grecia decías que, si hubieras vivido entonces, habrías sido una cortesana, porque ese era el único espacio en que las mujeres griegas podían tener acceso a los libros y al saber.

Para ese momento eras la directora del Departamento de Promoción de la UCAB, en donde hacías un extraordinario trabajo de fundraising y mercadeo. Yo había sido de tus mejores alumnas y al año siguiente me propusiste trabajar contigo. Desde entonces fui tu discípula. De tu mano llegué a la UCAB como docente cuando regresé de hacer mi posgrado. De tu mano llegué a la dirección de la Escuela, aun siendo muy joven. Y más tarde, cuando la UCAB se te hizo pequeña y diste el salto al mundo exterior, me invitaste a acompañarte en nuevos proyectos y espacios de trabajo. Mi vida profesional tiene tu sello. Mi carrera en la docencia universitaria nace de tu apoyo y de tu ejemplo.

Fuiste mi maestra y también mi gran amiga. Nuestras edades eran distantes y nuestras personalidades distintas, pero existía un profundo vínculo entre nosotras. Habíamos compartido el devenir de nuestras vidas durante más de cuarenta años, conocíamos a nuestras familias y, junto a una copa de vino o un café, participábamos en magníficas conversaciones sobre el arte, la educación, la política o nuestra gran pasión por los viajes. De ti recibí importantes consejos para la vida que me han hecho ser la persona que soy. No eras dada a las muestras afectivas, pero sé que me querías tanto como yo a ti. Y como Dios no te dio hijos, me honra pensar que soy una parte de ese legado que formaste para prolongar la huella de tu paso por el mundo.

Tu andar era tan rápido como tu pensamiento. Con energía infinita te desplazabas por la vida en una carrera que parecía escatimarle cada segundo al tiempo. Siempre tenías un nuevo proyecto bajo la manga, un nuevo reto que te animaba a crecer ante las dificultades y a moverte al ritmo de las épocas. Enviudaste un par de años antes que yo, y aunque sé del dolor que significó la pérdida de tu amado José Manuel, al poco tiempo te rehiciste. Te mudaste a un lindo apartamento cerca del bosque, cuyo clima te permitía cultivar preciosas orquídeas. Cuando me tocó a mí enfrentar la viudez me diste ánimo, y tu fortaleza y optimismo me sirvieron, una vez más, de inspiración para reinventarme. Un poco antes de la pandemia estabas en Madrid, aprendiendo redes sociales, y entre risas, como quien admite una travesura a destiempo, me contabas aquella experiencia en la que tus jóvenes compañeros de clases se admiraban del espíritu de esa señora mayor que había venido desde tan lejos a aprender algo que a su edad resultaba impensable.  

Tuviste una buena vida. Viajaste mucho. Conociste gente interesante. Participaste en proyectos maravillosos al servicio de grandes causas. Aprendiste todo lo que pudiste. Tuviste un buen matrimonio y una carrera exitosa. Sin embargo, sé que aún te quedaba mucho por hacer. Estabas en medio de un proyecto importante. Planeabas un viaje apenas salieras de los estragos del Covid. Cuando te enfermaste me dijiste que, gracias a Dios, estabas vacunada y sabías que saldrías pronto de eso. No puedo imaginar lo que fueron para ti tantos días de aislamiento y reposo. El silencio obligado y el no hacer nada no eran compatibles contigo.

La vida te quedó corta. Quizás está hecha a la medida de lo que pueden dar las personas promedio y tú, estabas fuera de rango. Cien años no te hubieran alcanzado. Dejas pura vida en este plano.

En mi alma y en mi corazón no caben la gratitud por todo lo que me diste. No sé si descansar en paz es un buen destino para ti, porque así no imagino tu felicidad. Quiero pensar que para este momento ya le habrás contado al Señor que las cosas por aquí no van nada bien, y que Él tiene que tomar cartas en el asunto. Quiero pensar que a estas alturas ya estás armando un proyecto para mejorar la situación de los mortales y estás instruyendo a un grupo de ángeles porque no hay tiempo que perder. Ese va a ser un equipo extraordinario, y cuando yo llegue, sé que en él habrá un puesto para mí.

Cuenta conmigo, Maestra.

Caracas, 29 de agosto de 2021

EL ERMITAÑO

Un anciano solitario cubierto con túnica y capa, portando en sus manos un báculo y una lámpara, ha logrado llegar a la cima de la cumbre. Sus pies se apoyan sobre los riscos nevados, los mismos riscos que en el arcano número 1, El Loco, se veían a lo lejos, como una meta aún difícil de alcanzar.

El Ermitaño es una de mis cartas favoritas del Tarot. Corresponde al número 9 que, en la numerología, marca el fin de un ciclo, el cierre de una etapa. Los ciclos y las etapas solo pueden cerrarse desde la soledad y el contacto directo con nuestra conciencia. En eso está El Ermitaño, recorriendo un camino de introspección.

El Ermitaño no tiene posesiones ni equipaje. La larga y blanca barba parece decirnos que el anciano ha pasado un largo tiempo alejado de las exigencias de la civilización. El báculo dorado, símbolo de sabiduría y conocimiento, está en su mano izquierda, indicando que la sapiencia de este hombre no es solo intelectual, sino que se deja guiar por la intuición y el instinto. Este báculo le ha servido de apoyo para escalar, para elevarse desde la humildad espiritual sobre los quehaceres del mundo.

Su mano derecha sostiene una lámpara a la altura de sus ojos, y su mirada está puesta en el camino. En contraste con El Loco que dirige su vista al cielo y se apoya en el suelo con una sola pierna, El Ermitaño ha aprendido que hay que pisar firme y conocer la dirección en que se mueven sus pies. La luz que brota de la lámpara del anciano sabio es una estrella de seis puntas cuyos dos triángulos entrelazados, que apuntan uno hacia arriba y otro hacia abajo, representan la unión del cielo y la tierra, de lo humano y lo divino. Él es cuerpo y alma en equilibrio.

Muchos pueden sentir que la falta de contacto social y el aislamiento, causados por la pandemia, los ha convertido en ermitaños. Pero sentirnos presos de nuestra soledad, cansados del encierro y víctimas del miedo, poco tiene que ver con el noveno arcano. Sin duda, este es un buen tiempo para dejar entrar al Ermitaño, pero no llega impuesto desde afuera. La introspección y el viaje hacia nosotros mismos solo pueden obedecer a una iniciativa personal. Cuando decidimos aprender a reconocernos y a cambiar el rumbo de nuestro destino, hay que subir riscos, atravesar el frio y la oscuridad, y confiar en el poder de nuestro báculo para llegar a nuestra propia cima. Solo así podemos encender la luz de nuestra conciencia y portar la lámpara que ilumine el camino del otro.  

EL ÁGUILA (Parte II)

Este mes se cumple el segundo aniversario de la primera publicación de mi  blog.

Yo no me acordaba de eso, hasta que en la mañana de hace un par de días, Facebook me recordó la fecha. En ese momento pensé  “debería escribir algo, tal vez cambiar el encabezado”. Todo quedó allí, porque gracias a Dios en esta cuarentena siempre tengo mucho que hacer. Pero esa misma noche recibí un mensaje de una queridísima ahijada, excelente fotógrafa, a quien le debo casi todas las fotos de mis publicaciones. “Madrina, iba a empezar una presentación para una propuesta y vi esta imagen en morado y me inspiré para hacerle esto. No sé por qué me vino a la mente automáticamente”.

Y sí, mi color es el morado. Mi avatar es el águila. Y es el cumpleaños de mi blog.

Esta es la imagen que Susi me regaló:

Cuando le conté que estaba justo celebrando el aniversario del blog, ella, que es una mujer inmensamente sensible y perceptiva, entendió  su impulso.  Y yo  también.  Y es que cuando empezamos a integrar nuestro inconsciente y a apreciar nuestro poder perceptivo, más allá de la razón, descubrimos la  sincronicidad y empieza la magia.

Este viaje que inicié en 2018 ha sido una transición hacia una nueva mirada a la vida

Elsegundovuelo.com fue la materialización de un propósito. Y subrayo la palabra propósito, porque eso fue. No fue un sueño, no, nada que ver con un sueño, porque jamás hubiera querido, y mucho menos soñado, tener que volar un segundo vuelo con todo el peso de lo que eso significa. Yo hubiera preferido seguir volando el mismo vuelo el resto de mi vida. Pero no me tocó así.

Aunque creo que esta historia ya la he contado antes, para celebrar mi bog, hoy la vuelvo a contar.

En aquel diciembre del 2017 yo estaba hecha pedazos junto a mi familia en Madrid.  Dios me ha dado siempre luz y fuerza, y ya yo había entendido que el peso de mis alas me podían precipitar al vacío, así que con la ayuda de la inspiración de mi prima que me contó sobre la gran aventura que debe recorrer el águila en la mitad de su vida para poder vivir la segunda mitad, me arranqué alas y garras y esperé, resguardada, a que volvieran a nacer.

Tenía que encontrar un propósito que diera sentido a ese pedazo de vida que me faltaba por vivir. Entonces se encendió en mi alma una especie de lamparita en medio de la oscuridad: ESCRIBE. Recordé que esa pasión estuvo en mí siempre,  que desde niña escribía cuentos, poesías, en mi adultez guiones…pero luego esa pasión se fue adormeciendo para dar paso a la docencia, un trabajo mucho más sereno y acorde a la vida de mamá y esposa.

Y allí estaba  yo, una tarde cualquiera, sentada en la mesita del comedor del apartamento de mi hijo Jorge en Madrid, acompañada de mi otro hijo y de mi sobrino, cuando les dije que quería tener un blog. Todos conocen mi pasión por la escritura, y gracias a su apoyo inicial, me convencí de  que el blog podría ser  el inicio de un nuevo propósito . Inspirado en la metáfora del águila, mi hijo Víctor, que es el creativo de la familia, propuso el nombre: el segundo vuelo. El dominio estaba libre. Mi sobri Jose, que sabe mucho de páginas web, me ayudó a dar los primeros pasos en el mundo de la tecnología y el Word Press, que hasta entonces formaban parte para mí de un mundo que no me interesaba en lo absoluto. Cuando regresé a Venezuela en marzo del 2018, dos amadas exalumnas me enseñaron  interactuar con la página y a entender el uso de las imágenes y el diseño. Comencé a escribir mis primeros artículos que vieron la luz en el mes de mayo. El primero se llamó así: El ÁGUILA.

Desde allí, mi vida empezó a cambiar. Reaprendí el valor terapéutico de la escritura, y lo comprobé desde mi propia experiencia.  Comencé, lentamente, a descubrir que ese primer propósito llamado elsegundovuelo.com,  me conducía a otros propósitos más grandes y poderosos. Yo siempre había aprendido desde el intelecto, pero ahora eran mi espíritu y mi corazón los que necesitaban cuidado y conocimiento. Entonces se reveló el mundo mágico. Apareció un mar de sincronicidades, de encuentros con maestros y de nuevos aprendizajes que a medida que se iban integrando a mi nueva vida, me daban seguridad, fortaleza, y sí, un poco de felicidad. Y como yo no era el centro del mundo, entendí que aquellos recursos que yo estaba absorbiendo para mi propia salvación, debían tener un destino más grande. En ese momento se reveló ante mí la misión de vida, que es aún más grande que el propósito. ¿Para qué estoy aquí? Para ACOMPAÑAR  a otros que han transitado experiencias similares. Para COMPARTIR desde el aprendizaje y la experiencia que han significado volver  a volar desde el sótano a la cima, a pesar de que me hubiera encantado, como a casi todas las aves,  continuar  planeando serenamente.

Soy una mujer como todas. Si yo pude, tú también puedes. 

He acompañado a varias a renovar sus alas. Si quieres, también te puedo acompañar.

¿Sabes cual es tu propósito?

ESTÁ BIEN NO HACER NADA

Esta semana me encontré una insólita entrevista con el Vice Gobernador de Texas, Dan Patrick. Con  incredulidad, leí las siguientes palabras: “Volvamos a la vida. Hagámoslo con inteligencia. Y los que tenemos 70 años o más nos cuidaremos a nosotros mismos. Pero no sacrifiquemos al país”. De esas desafortunadas frases me quedaron tres palabras: vida, inteligencia y sacrificio.

“Volver a la vida”, dentro de un contexto trastocado por el miedo, la angustia y la muerte, significa para este señor volver al trabajo, continuar con la producción, seguir haciendo afuera lo que se nos ha enseñado desde pequeños que tenemos que hacer: dinero y seguridad material. Y no es que estas cosas no sean importantes, pero cuando todas las señales de Dios y el Universo te dicen que para salvar al mundo hay que parar, pues hay que parar. La economía se reconstruye, como los ciclos de la humanidad han demostrado suficientes veces. La vida, no.

“Hagámoslo con inteligencia”. ¿De qué inteligencia habla una persona que prioriza la economía sobre la vida? No tengo más comentarios.

“No sacrifiquemos al país”. Pareciera que un país entonces es un cúmulo de bienes materiales donde la persona humana no tiene otro valor sino estar al servicio de los bienes que produce. Si la palabra país  es traducida como economía, no importa el sacrificio de unos cuantos, de quienes que ya no “hacen”,  mientras haya jóvenes con fuerza suficiente para sobrevivir al caos y preservar las bondades del mundo material conocido.

Cosas como esta se repitieron en diversos contextos para demostrar la absoluta desvalorización  de la responsabilidad que como seres humanos tenemos frente al mundo. Y no hablo de aquellos que quizás, aún en medio del miedo, deben continuar saliendo de sus casas porque es en la calle donde se procuran el pan de cada día. Hablo de tantos que paseaban por las plazas y llenaban las playas hasta hace una semana, porque no podían desperdiciar encerrados los días libres o el asueto de primavera.

Muchos seres humanos, en medio de este abismo al que nos lanza la vida, se niegan a entender el  mensaje.

Las redes sociales se desbordan de ofertas de cursos, clases, talleres y actividades de entretenimiento y aprendizajes de toda índole, para que nuestras agendas de encierro estén siempre copadas. Todo con el fin último de no aburrirnos, no desesperarnos, tener paciencia, pero sobre todo,  mantener las pilas cargadas y listas para que a la primera señal del silbato,  todos corramos: FUERAAAA!  Todo eso está bien, cuando  lo integramos como parte de una rutina en la que debe prevalecer el encuentro intrapersonal a la luz  del aislamiento y el silencio.

Pero más allá del encierro obligatorio que como seres sociales nos resulta antinatural, nos aterra la sensación de NO HACER NADA. Y cuando digo no hacer nada, me remito de nuevo al Vicegobernador de Texas: si no trabajamos, no producimos, no hacemos nada en el afuera. Sin duda, muchos estarán auténticamente preocupados por su trabajo y su sustento. Pero no hay nada que podamos hacer para asegurarnos de que una vez pasado esto, todo seguirá igual. Yo creo que no, que nada seguirá igual. Y para entonces, muchos tendrán que replantearse el trabajo y la vida entera. Pero eso será ENTONCES. No debe haber sentimiento de culpa en no hacer nada. No hay nada malo en no hacer nada. En el presente, está en juego la vida de todos, la salud de todos. Y  la responsabilidad personal que tenemos frente al otro es el único valor que pueda salvar a la humanidad. ¿Es tan difícil encontrar en esto un sentido para la vida?

Ayer, mientras repasaba mi Instagram, leí un mensaje de un exalumno y ahijado muy querido, que como tantos, es emigrante. Su post decía algo así: “Cada tres años se repite en mi vida un ciclo que por alguna razón, me obliga al encierro. Esta es la tercera vez que me pasa lo mismo, aunque estas circunstancias son muy diferentes. Desde hace mucho, dejé de creer en casualidades. Por eso me pregunto qué quiere decirme la vida cada tres años encerrándome en mi casa sin yo quererlo”.

Y como yo tampoco creo en casualidades, mi respuesta fue esta: “¿No será que has estado huyendo de algo que no está afuera, sino adentro? En el viaje interno siempre está la respuesta”.

En cada pérdida, en cada catástrofe individual o colectiva, hay un mensaje personal para cada uno.

Nos dicen que es hora de detenernos. Y como queremos seguir sumergidos en el hacer, pues nos aturdimos con cualquier cosa para seguir surfeando la ola. Que ésta nos lleve a cualquier parte menos al interior de nosotros mismos. Allí habitan las sombras que tememos, pero al evitarlas, también nos perdemos el lugar de la luz, que puede revelarnos caminos nuevos.

Si tienes salud y amor, comida y techo, por precarios que sean, agradece el presente. Cumple tu parte con el mundo y con la vida que te corresponde vivir. Todas las emociones son válidas. No te impongas ser feliz. Todo es impermanente, esto también pasará. Si no puedes hacer en el afuera, no te sientas culpable. A veces está bien no hacer nada. Viajar en este tren, no es opcional. Pero tienes el poder de elegir tu destino.

 En el viaje interno siempre está la respuesta.

EL PODER DE LA PLUMA

El poder que me ha regalado el acto de escribir, es invaluable.

Desde muy pequeña y habiendo sido una niña introvertida, acompañarme de un papel y un lápiz constituía un acto de resiliencia. Mientras los niños de mi edad rompían la piñata, yo prefería estar sentada jugando con una servilleta, y aunque para entonces no sabía escribir, en mi imaginación ya se levantaba un universo paralelo que me trasportaba a otro lugar más placentero. Descubrir la escritura para mí fue una revelación. En el colegio era siempre la mejor cuando se trataba de escribir cuentos y composiciones. Castellano era mi asignatura favorita.  En mi adolescencia, esa situación no cambió mucho. No fui la chica divertida con quien se hace grupo para ir a una fiesta, sino más bien la amiga tranquila, “más madura”, estudiosa y responsable, que las chicas buscaban cuando necesitaban llorar la traición del primer amor o estudiar la materia raspada que había que pasar para evitar el temido examen de reparación. En mi particular aislamiento, encontré refugio en los diarios. Durante esa primera etapa de adolescencia que pasé en Cuba, era imposible pensar en la existencia de uno de esos preciosos diarios con candaditos y llaves minúsculas que conocí al llegar al capitalismo. Entonces usaba un cuaderno sencillo, lo forraba con la cartulina que hubiera y lo decoraba con lápices de colores.

Así fueron mis primeros diarios. Creo que escribí cuatro o cinco. Los quemé todos, menos uno. Hace pocos años, en un viaje a La Habana, mi prima, quien había quedado como custodia del último de esos diarios, el que escribí el año en que emigré, me lo entregó. Releerlo fue una experiencia dolorosa y a la vez sanadora. Redescubrir quien era yo en aquel momento, comprender cómo enfrenté los acontecimientos dolorosos que me sobrepasaron y cómo esa experiencia me hizo cambiar hasta el punto de no reconocerme en cosas que estaban allí escritas, me hizo comprender que escribirse a uno mismo es un acto salvador. Recorrer la vida a partir de esas huellas dejadas en papeles aquí y allá, es una manera de reconstruir fielmente los hechos, sin ser traicionados por los devaneos de la memoria.

Nunca dejé de escribir, aunque ese trabajo personal, con el devenir de los años y los reclamos de la vida cotidiana, fue quedando al margen. A veces no nos damos permiso para recorrernos porque nos aterra lo que podemos encontrar. A mí me pasó así. Pero cuando hace tres años la vida me dio un golpe bajo , en el apogeo del dolor le dije a mis hijos: “necesito ayuda para hacer un blog”. Así nació elsegundovuelo.com y allí empecé a recorrer un pedazo completamente nuevo de mi existencia. En ese blog están mis primeros artículos escritos desde la oscuridad de la tristeza, y luego siguieron otros que dejaban testimonio del viaje de mi vida, en la certeza de que al recorrerlo de nuevo, era posible reconocerme en mi vulnerabilidad, pero también en mi fuerza.

En la vida profesional, como profesora de guion, también tomé conciencia de que había una narración personal oculta dentro de cada historia que mis alumnos contaban. Estaba el viaje de un personaje que era el protagonista de sus historias, pero también de fondo, escondido o disimulado, transcurría un viaje personal. Hacerme consciente de esto que de algún modo yo ya sabía, me hizo ver mi labor docente desde un nuevo punto de vista. Desarrollar mi intuición para aprender a leer el dolor y la alegría del personaje oculto se convirtió en el objetivo de mis clases, y desde esa posición, encontré un sentido mayor a mi trabajo. Entonces me di a la tarea de aprender nuevas herramientas de apoyo para poder acompañar, de algún modo, la fragilidad de aquellos personajes en sombra.

De esa alquimia que se produjo entre mis vivencias, mi profesión y mis aprendizajes, nació el primer taller de escritura terapéutica. Creo que es muy poco lo que debo agregar para explicar de qué se trata. La escritura terapéutica no es otra cosa que mirar, reconocer y reencuadrar el storytelling personal, entendido como viaje hacia nuestro propio encuentro. Es sacarte la vida de la memoria para ponerla sobre el papel, mirarla desde afuera, y desde allí, colocarle un nuevo marco. El relato de vida nos conduce a  descubrir fortalezas y valores, ignorados u olvidados, para identificar aquello que nos hace  únicos. Un auténtico storytelling nos regala la llave de nuestra conciencia, pero también de nuestro verdadero poder para alcanzar, desde quienes somos y lo que tenemos para ofrecer al mundo, nuevas  posibilidades para reinventarnos.  

«Es el ciclo de la vida…»

Para Martina

Nació Martina Elisa. Se ha adelantado unas semanas para llegar en noviembre, un mes que en mi memoria estaba asociado con la pérdida.

“Es el ciclo de la vida, tia abu”.  Así es, Martina.

Ella tiene mi nombre y el de mi madre, para confirmar que todo continúa siempre, en formas similares y a la vez distintas. Solo cambian los lugares y  los tiempos. Ella es la primera de una nueva generación familiar. Y nosotros, inmigrantes o hijos de inmigrantes,  pensamos que los hijos de nuestros hijos nacidos en esta tierra, también serían venezolanos. Pero no fue así.  Martina nació en la Madre Patria. El Universo sigue empecinado en demostrarnos que la rueda de la fortuna no se atiene a los planes ni a los deseos. Y que este mundo que vivimos no se parece en nada al que vivieron nuestros padres y mucho menos al de nuestros abuelos.

Todo cambia continuamente.

Mis padres descendían de al menos cuatro generaciones de cubanos. Era natural crecer en casas grandes donde cohabitaban con frecuencia tíos y primos, y los abuelos nunca se quedaban solos. Entonces, el cambio era más lento.  A mis padres les tocó la durísima tarea de romper tradiciones y arraigos, y con el dolor de su alma guardado en una maletica, dijeron adiós a los abuelos, a quienes nunca más volverían a ver.

Cuando llegamos a esta tierra de gracia, era posible pensar que sería el nuevo suelo donde echar raíces. Aquí crecimos mi hermana y yo, nos casamos con otros descendientes de inmigrantes y aquí nacieron nuestros hijos. Entonces parecía posible construir certezas. Pero no fue así. En la ancianidad de mi madre, ya su nieta mayor,  la niña de sus ojos, había tenido que partir en busca de un mejor destino.

Hace poco tiempo escribí sobre la “modernidad líquida”.  La liquidez de Bauman aplica a todo. Al trabajo, a las relaciones, y por supuesto, al sentido de nacionalidad y de patria.  En un mundo globalizado las fronteras se desdibujan, y por más que a veces duela, la decisión de abandonar el lugar de origen ha dejado de parecer una idea descabellada. La búsqueda de lo que hoy entendemos por calidad de vida, es el motor que impulsa nuestra barca en dirección a nuevos destinos. La postmodernidad nos dice que hay que fluir y salir de la “zona de confort”, aunque esta no tenga confort en lo absoluto. Definitivamente, el mundo ha dejado de ser sólido y todo lo perdurable se va quedando en el tiempo.

Aunque para los venezolanos el tema de la migración es particularmente doloroso porque lo sentimos en carne propia, el planeta entero está lleno de migrantes que traspasan fronteras y atraviesan mares. La familia de hoy día tiene muy poco en común con la familia tradicional en la que probablemente crecimos. Y mi generación, que sobrevive entre las ideas de tradición y arraigo sembradas por nuestros padres y la necesidad de movilidad y cambio de nuestros hijos, ha debido aprender las nuevas reglas del juego.

Crecimos con el sueño de la casa llena, las reuniones dominicales y los nietos corriendo en el jardín. Pero hay que asumir que este mundo es otro. La vida de hoy es volátil aquí y en todas partes y se trata de aceptar el viaje como viene y no como queremos que sea. Fuimos educados para un mundo estable que ya no existe, y cuanto antes lo entendamos, más rápido estaremos dispuestos a aprender a vivir en él.

Las familias de nuestros días son satelitales. Como las células, se dividen, pero luego se multiplican y crean infinitas células más, que vuelven a agruparse.  Esas nuevas células pueden hallarse en cualquier parte del cuerpo, no importa si pertenecen a órganos distintos. Todas ellas  constituyen un tejido que es necesario en su conjunto, para que la vida sea posible.

Nació Martina Elisa y está lejos. En la Madre Patria, donde nació algún tatarabuelo. El también partió y dejó su siembra en un lugar distante. Y me pongo a pensar que es la vuelta al origen y al mismo tiempo, la continuación.

En el teléfono veo las fotos de Martina y hasta la puedo escuchar. Recuerdo que mis padres se comunicaban por cartas que tardaban semanas o meses en llegar a su destino. No podían ver a los suyos en la distancia.  Soy privilegiada. La tecnología me permite conocer a alguien que ha nacido muy lejos. Y observo que todos los tiempos y todas las épocas contienen lo bueno y lo malo porque eso es la naturaleza humana. Que a veces nos aferramos a sueños que soñaron antes que nosotros, sin darnos cuenta de que los nuestros pueden ser otros, si les permitimos entrar.  

Vuelvo a pensar en la célula e imagino a mi familia dividida,  creciendo, multiplicándose en el mundo.  Reagrupándose. Creando nuevos núcleos. Construyendo lazos con otras familias que se eligen desde el alma aunque no se comparta el mismo ADN. Hermanos y primos que tal vez no crezcan juntos, descubrirán nuevos modos de encontrarse y de quererse. Porque lejos o cerca, lo importante es hallar la manera de no romper el tejido que nos une.  

Martina Elisa. La esperanza. La continuidad.

“Es el ciclo de la vida, tia abu”.

Así es, Martina. Ya pronto voy a verte.

Mi vida entre campos de concentración

yo había desarrollado una resiliencia de la cual no tenía conciencia. Entonces, en medio del caos que me abatía, observé los eventos repetidos a lo largo de mi estancia en este mundo

Nací en Cuba. El día que cumplí tres años, triunfó la revolución castrista.Allí comencé a habitar el campo de concentración que he cargado a cuestas durante todos mis años de existencia, aunque la vida se ha encargado de regalarme amor y belleza a manos llenas.

Desde muy pequeña, aprendí a convivir con el miedo. La persecución y la traición. La prisión de mi padre. No hables. No hagas. No pienses. ¿Pero quién nos despoja de la libertad de pensar? “Nada hay concebible que pueda condicionar al hombre de tal forma que le prive de la más mínima libertad”,  dice Viktor Frankl, quien sobrevivió al Holocausto nazi.

     Mi padre eligió el exilio. El dolor de la pérdida de la Patria y la familia, en mi adolescencia, dejó una huella indeleble en mi vida. A esa edad, es muy fácil convertir el dolor en sufrimiento. Lo arrastras y te arrastra durante muchos años. Me sentí víctima de decisiones ajenas. Para mí, lo había perdido todo. En la década de los 70, emigrar de Cuba te ingresaba en la lista de ¨gusano¨ y ¨apátrida¨ y te arrancaban el derecho a regresar. Uno se despedía para siempre. A pesar de que tenía a mis padres y a mi hermana, dejé atrás mi familia extendida, tíos, abuelos y primos, quienes son una parte fundamental de quien soy. ¿Y la Patria donde echaste tus raíces? La relatividad de ese concepto solo se aprende con la madurez. Pero a los 15 años, el efecto del destierro es devastador.

     El camino nos condujo a Venezuela, donde poco a poco encontré un segundo hogar. Un hogar que seguía estando vacío de muchas cosas, sobre todo de afectos y de arraigo, pero desde la mirada de hoy, creo que Dios me dio de más. Mis padres fueron los pilares que sostuvieron mi vida. Estudié la carrera que elegí, me casé con el mejor de los hombres y tuve dos hermosos hijos. Venezuela era un país con una economía floreciente, y mi familia tuvo acceso a una buena vida. Pero yo siempre miraba atrás. ¿Por qué a mí? El dolor del desarraigo no me abandonaba nunca del todo. Envidiaba un poco a quien podía ir  casa del abuelo, o salir de paseo con los primos. Envidiaba un poco a aquel que se sabía el nombre de las esquinas del centro de Caracas y en qué Estado de Venezuela quedaba un pueblo con algún nombre indígena que yo no podía pronunciar.

     No dejaba de preguntarme para qué estaba en el mundo. Buscaba afuera lo que no me atrevía a buscar adentro. Yo sabía que mi vida tenía que tener un fin más alto, que estaba aquí para algo más. No me sentía feliz, había una dimensión de mí misma que se escabullía, pero mi mundo ordinario era lo suficientemente cómodo como para no querer regresar a enfrentar la sombra.

Corría el año 1998. La Venezuela próspera se había convertido en caldo de cultivo para la corrupción. El país, ingenuamente, soñaba con que aquel militar de boina roja y sorprendente carisma, pondría orden en el caos y construiría una sociedad más justa para todos los venezolanos. Desde su primera aparición en televisión nacional, supe que la historia del primer acto de mi vida estaba por repetirse.Un nuevo campo de concentración me aguardaba a la vuelta de la esquina. Sabía lo que venía. Y esta vez, como mujer adulta, como madre, lo experimenté con un miedo distinto. Era el temor  de la conciencia ante lo inevitable. Varios años pasé anclada al recuerdo doloroso de mi adolescencia, y solo pedía a Dios que mis hijos no tuvieran un destino semejante al mío.

     Entonces apareció la culpa. Reconocí todo lo que mis padres vivieron y sacrificaron por salvarnos a nosotros. Me culpé por no haber estado lo suficientemente agradecida. Por haberme sentido tantas veces como la víctima y el centro del mundo, sin mirar lo que los otros habían perdido. Me culpé por no haber tenido el valor de asumir un segundo exilio cuando mis hijos aún eran lo suficientemente pequeños como para evitarles el desarraigo. Me culpé porque se llevaran preso a mi hijo en una protesta porque “yo no quiero que me pase lo que te pasó a ti”. Me culpé por haber pasado tantos años quejándome por la desgracia del comunismo, aun habiéndolo dejado atrás. ¿Qué dolor tan terrible les había trasmitido a mis hijos? Y ahora, por segunda vez, ¿por qué a mí?

     Unos años después, la tercera arista de la tríada trágica, se presentó sin aviso. Yo nunca había experimentado de cerca la muerte de un ser amado, pues mis abuelos y tíos habían fallecido en Cuba en la época en que era imposible regresar. A mi padre le detectaron un cáncer. El chavismo fue un golpe muy duro para él. Partió cuatro meses después. La familia perdió su pilar fundamental y yo me tambaleé como si hubiera ocurrido un terremoto. Años después, cuando el deterioro de la vida,  las persecuciones políticas, los asesinatos de tantos jóvenes en las protestas y la tortura se hicieron parte de nuestro mundo cotidiano, agradecí que mi padre no tuviera que vivir eso por segunda vez en su edad anciana.  Mi madre, quien siempre había sido débil de salud y emocionalmente frágil, pero tenía una templanza instintiva,  lo sobrevivió  12 años.

Ya sin el deber de cuidar a mis padres, quizás era el momento de emigrar. Pero Thanos no había terminado su labor conmigo, y en 2017, repentinamente, se llevó a mi esposo, mi compañero de vida durante casi 40 años.

En esos años, yo había desarrollado una resiliencia de la cual no tenía conciencia. Entonces, en medio del caos que me abatía, observé  los eventos repetidos a lo largo de mi estancia en este mundo. Mis vivencias no eran casuales, no podían serlo, la vida era algo más y todo tenía que obedecer a un plan superior. Las coincidencias y las repeticiones eran mensajes que no quise  escuchar. Como dice Frankl, “el sufrimiento es un aspecto de la vida que no puede erradicarse, como no pueden apartarse el destino o la muerte”, y yo había estado intentando escapar de ellos desde siempre. Por primera vez me detuve a preguntar: ¿Qué quieres, Señor, de mí?

     A partir de ese instante mi vida cambió. Yo había dado clases en la universidad durante casi toda mi vida. En los años del comunismo había empezado a valorar mi labor como formadora más allá de lo académico. Trataba de tocar vidas y dejar una huella para el futuro incierto que esperaba a esos jóvenes. Entonces, tuve una especie de epifanía: ¡Esa era mi misión! Siempre estuvo ahí y yo no la veía. Mi crecimiento espiritual se convirtió en prioridad. Yo ya tenía la formación intelectual, el conocimiento. Ahora le tocaba a esa dimensión, la más poderosa, la que nos hace humanos.

     Me quedé en Venezuela. Entendí que estaba donde debía estar. Donde la vida me había puesto por algo y para algo. En el lugar donde mi misión adquiría un significado mayor.

 Desde este plano, le dije a mi esposo: “te fuiste, para dejarme el camino libre para crecer sin límites, y eso haré”.

Sé que estarás orgulloso de mi.