La tercera vía (hacia la felicidad)

Uno de mis ejercicios favoritos como escritora, es observar a la gente. Me encanta, por ejemplo, imaginarme la vida de la señora que camina junto a mí en el supermercado y va llenando su carrito de productos que me dicen un montón de cosas acerca de quién es. O también adivinar a dónde va el señor que detiene su carro a mi lado, en el semáforo, mientras espera con angustia la luz verde. Pero mi favorita, desde pequeña,  es mirar las ventanas iluminadas de los edificios en las noches, ver pasar una  silueta, o dos,  y construir en mi cabeza toda una vida posible. ¿Es una familia? ¿Un hombre solo esperando a su amada?? ¿Tal vez una mujer que cuida de su madre anciana? Y la pregunta más interesante de todas: ¿son felices allí adentro?

En el último año de mi vida he descubierto que la mayor parte de las personas buscan la felicidad por tres vías: la primera, la más común, es el concepto de felicidad que tiene que ver con el éxito del mundo material. Y por mundo material me refiero a todo aquello que tiene que ver con la seguridad económica y el éxito profesional. Cuando somos muy jóvenes, pensamos que comprar una casa, un auto y tener el trabajo soñado, que a la vez nos dé un ingreso económico importante y nos permita realizarnos profesionalmente, constituyen la felicidad, o al menos, una buena parte de ella.

La segunda vía hacia la felicidad, tiene que ver con las relaciones. Encontrar el amor, la pareja adecuada, formar una familia, tener hijos, pertenecer a un grupo de amigos que nos permitan disfrutar los pequeños placeres de la vida.  Esta idea comienza a rondarnos en la adultez temprana, probablemente nos llegue primero a las mujeres y un poco más tarde a los hombres, pero en general, la soledad no suele estar atada al concepto que tenemos de felicidad.

Si logramos alcanzar las dos anteriores, es probable que no creamos necesario recorrer  la tercera vía. Podemos conformarnos con satisfacer nuestras exigencias intelectuales y nuestras necesidades emocionales. Pero cuando una de las dos falla, cuando una pérdida nos arranca sin aviso la seguridad material o un pedazo de corazón, la tercera vía está allí, esperándonos. Muchos la ignoran y caen al vacío. Otros la transitamos como única vía de salvación, y allí redescubrimos una felicidad distinta. Esa vía, es la espiritual.

El tránsito por la pérdida me obligó a descubrir una fuerza escondida que hace años me enviaba señales. Pero yo estaba muy bien con mi vida emocional y material y no tenía interés en emprender un viaje (doloroso, siempre es doloroso) hacia mí misma. Abrir la puerta a esa fuerza y permitirle revelarse con todo su poder, me mostró un camino desconocido, maravilloso y lleno de nuevos retos. Ese camino es hacia mí y la felicidad se realiza en el encuentro conmigo. El encuentro que trasciende mi yo material, mi yo emocional, y me lleva a lo que hay en mí de eterno e imperecedero. Esta felicidad es la única que no tiene fecha de caducidad porque no está signada por la pérdida.

La fe, que mi madre me regaló, y la certeza absoluta de que soy algo más que un cuerpo físico, me han permitido descubrir una felicidad distinta. En este trayecto he echado mano de todas las herramientas y aprendizajes que he considerado que aportan luz a mi búsqueda. He conocido gente con el alma rota, que ha renacido victoriosa luego de un tortuoso viaje hacia el interior de sí mismos. No existen atajos en este recorrido, no creo en gurús que ofrecen la felicidad en tres pasos ni en el círculo mágico del éxito. Creo en el camino lento del autoconocimiento, que implica mirar el pasado y reconocerlo, perdonar,  perdonarme, y dar gracias porque soy la suma y consecuencia de todo eso. Implica mirar al futuro, aceptando que voy a caminar con una nueva conciencia cada minuto que me regale Dios, y que solo valdrá la pena hallando el sentido y la trascendencia en el otro. Implica mirar al hoy en su impermanencia, y saber que hago, simplemente, lo que me corresponde.

Si aún no has atravesado el umbral de la tercera vía, quizás no te ha llegado el momento. Pero cuando llegue, acéptalo, prepárate y atrévete a derribar al guardián. Una vez que te sumerges en tu luz interior, la felicidad es para siempre.

 

«Todo es gratis»

Hace unos días me tropecé con un video de Pilar Sordo.  Con la chispa y el genio que la caracterizan, trataba dos temas complejos que parecen tatuados en la psique de nuestra cultura judeo cristiana. El primero, el pesimismo. El segundo, la culpa. Si vemos ambos conceptos en conjunto, entendemos que el primero es consecuencia del segundo. Dicho de otro modo, nos negamos el optimismo porque no nos sentimos merecedores de la felicidad terrenal.

Entre risas y asombro, escuchaba a Pilar Sordo rememorando las miles de veces que saboteé mi propia felicidad, y peor aún, la felicidad de los otros. En la absurda certeza de que somos “realistas” y “prácticos”, la mayor parte de las veces nos empeñamos en ver una nube oscura sobre cada día soleado, en abrigar, consciente o inconscientemente, la idea de que cada risa se paga con llanto y de que cada momento de felicidad está amenazado por el dolor. Habitando en el miedo, nos convencemos de que alguna extraña cábala evitará que algo malo nos pase si estamos siempre “prevenidos”, es decir, si somos “conscientes” de que el dolor está a la vuelta de la esquina, acechándonos, mientras accedemos a ser (un poco) felices.

Hace unos cuantos años, mientras esperaba el resultado de la biopsia de un quiste mamario,  yo me sentía en absoluto pánico. Mi profesora de yoga me vio tan angustiada, que me llevó con un sacerdote carismático para que me impusiera las manos. Entre otras cosas, le dije al Padre que la vida me había dado tanto,  que yo sentía que tenía que “pagar” algo. La fuerza espiritual que transmitía aquel hombre era poderosa, pero fue una frase lo que me marcó para siempre: “TODO ES GRATIS”

Mientras más se abre nuestra puerta a la felicidad, más nos encerramos en el temor a perderla. La posibilidad (incierta) de un mañana oscuro, puede empañar un presente luminoso. El miedo nos impide pensar que la alegría y la tristeza son en igual medida parte de esta vida, y que no hay nada que podamos hacer para cambiarlo. La felicidad llega y se va, así como llega y se va el dolor. Todo es impermanente. Todo es gratis. No puede haber culpa en vivir.

Cuando te llegue una alegría, vívela al máximo. No importa cuán breve sea, habrá valido la pena. Y cuando alguien te cuente un momento de máxima dicha, no cuestiones, no preguntes, no adviertas. Comparte esa dicha sin pensar en la amenaza tras la puerta. También le llegará su turno al dolor, y entonces, tocará dejarlo entrar, aceptarlo, porque a través de él también vivimos.