Mi vida entre campos de concentración

yo había desarrollado una resiliencia de la cual no tenía conciencia. Entonces, en medio del caos que me abatía, observé los eventos repetidos a lo largo de mi estancia en este mundo

Nací en Cuba. El día que cumplí tres años, triunfó la revolución castrista.Allí comencé a habitar el campo de concentración que he cargado a cuestas durante todos mis años de existencia, aunque la vida se ha encargado de regalarme amor y belleza a manos llenas.

Desde muy pequeña, aprendí a convivir con el miedo. La persecución y la traición. La prisión de mi padre. No hables. No hagas. No pienses. ¿Pero quién nos despoja de la libertad de pensar? “Nada hay concebible que pueda condicionar al hombre de tal forma que le prive de la más mínima libertad”,  dice Viktor Frankl, quien sobrevivió al Holocausto nazi.

     Mi padre eligió el exilio. El dolor de la pérdida de la Patria y la familia, en mi adolescencia, dejó una huella indeleble en mi vida. A esa edad, es muy fácil convertir el dolor en sufrimiento. Lo arrastras y te arrastra durante muchos años. Me sentí víctima de decisiones ajenas. Para mí, lo había perdido todo. En la década de los 70, emigrar de Cuba te ingresaba en la lista de ¨gusano¨ y ¨apátrida¨ y te arrancaban el derecho a regresar. Uno se despedía para siempre. A pesar de que tenía a mis padres y a mi hermana, dejé atrás mi familia extendida, tíos, abuelos y primos, quienes son una parte fundamental de quien soy. ¿Y la Patria donde echaste tus raíces? La relatividad de ese concepto solo se aprende con la madurez. Pero a los 15 años, el efecto del destierro es devastador.

     El camino nos condujo a Venezuela, donde poco a poco encontré un segundo hogar. Un hogar que seguía estando vacío de muchas cosas, sobre todo de afectos y de arraigo, pero desde la mirada de hoy, creo que Dios me dio de más. Mis padres fueron los pilares que sostuvieron mi vida. Estudié la carrera que elegí, me casé con el mejor de los hombres y tuve dos hermosos hijos. Venezuela era un país con una economía floreciente, y mi familia tuvo acceso a una buena vida. Pero yo siempre miraba atrás. ¿Por qué a mí? El dolor del desarraigo no me abandonaba nunca del todo. Envidiaba un poco a quien podía ir  casa del abuelo, o salir de paseo con los primos. Envidiaba un poco a aquel que se sabía el nombre de las esquinas del centro de Caracas y en qué Estado de Venezuela quedaba un pueblo con algún nombre indígena que yo no podía pronunciar.

     No dejaba de preguntarme para qué estaba en el mundo. Buscaba afuera lo que no me atrevía a buscar adentro. Yo sabía que mi vida tenía que tener un fin más alto, que estaba aquí para algo más. No me sentía feliz, había una dimensión de mí misma que se escabullía, pero mi mundo ordinario era lo suficientemente cómodo como para no querer regresar a enfrentar la sombra.

Corría el año 1998. La Venezuela próspera se había convertido en caldo de cultivo para la corrupción. El país, ingenuamente, soñaba con que aquel militar de boina roja y sorprendente carisma, pondría orden en el caos y construiría una sociedad más justa para todos los venezolanos. Desde su primera aparición en televisión nacional, supe que la historia del primer acto de mi vida estaba por repetirse.Un nuevo campo de concentración me aguardaba a la vuelta de la esquina. Sabía lo que venía. Y esta vez, como mujer adulta, como madre, lo experimenté con un miedo distinto. Era el temor  de la conciencia ante lo inevitable. Varios años pasé anclada al recuerdo doloroso de mi adolescencia, y solo pedía a Dios que mis hijos no tuvieran un destino semejante al mío.

     Entonces apareció la culpa. Reconocí todo lo que mis padres vivieron y sacrificaron por salvarnos a nosotros. Me culpé por no haber estado lo suficientemente agradecida. Por haberme sentido tantas veces como la víctima y el centro del mundo, sin mirar lo que los otros habían perdido. Me culpé por no haber tenido el valor de asumir un segundo exilio cuando mis hijos aún eran lo suficientemente pequeños como para evitarles el desarraigo. Me culpé porque se llevaran preso a mi hijo en una protesta porque “yo no quiero que me pase lo que te pasó a ti”. Me culpé por haber pasado tantos años quejándome por la desgracia del comunismo, aun habiéndolo dejado atrás. ¿Qué dolor tan terrible les había trasmitido a mis hijos? Y ahora, por segunda vez, ¿por qué a mí?

     Unos años después, la tercera arista de la tríada trágica, se presentó sin aviso. Yo nunca había experimentado de cerca la muerte de un ser amado, pues mis abuelos y tíos habían fallecido en Cuba en la época en que era imposible regresar. A mi padre le detectaron un cáncer. El chavismo fue un golpe muy duro para él. Partió cuatro meses después. La familia perdió su pilar fundamental y yo me tambaleé como si hubiera ocurrido un terremoto. Años después, cuando el deterioro de la vida,  las persecuciones políticas, los asesinatos de tantos jóvenes en las protestas y la tortura se hicieron parte de nuestro mundo cotidiano, agradecí que mi padre no tuviera que vivir eso por segunda vez en su edad anciana.  Mi madre, quien siempre había sido débil de salud y emocionalmente frágil, pero tenía una templanza instintiva,  lo sobrevivió  12 años.

Ya sin el deber de cuidar a mis padres, quizás era el momento de emigrar. Pero Thanos no había terminado su labor conmigo, y en 2017, repentinamente, se llevó a mi esposo, mi compañero de vida durante casi 40 años.

En esos años, yo había desarrollado una resiliencia de la cual no tenía conciencia. Entonces, en medio del caos que me abatía, observé  los eventos repetidos a lo largo de mi estancia en este mundo. Mis vivencias no eran casuales, no podían serlo, la vida era algo más y todo tenía que obedecer a un plan superior. Las coincidencias y las repeticiones eran mensajes que no quise  escuchar. Como dice Frankl, “el sufrimiento es un aspecto de la vida que no puede erradicarse, como no pueden apartarse el destino o la muerte”, y yo había estado intentando escapar de ellos desde siempre. Por primera vez me detuve a preguntar: ¿Qué quieres, Señor, de mí?

     A partir de ese instante mi vida cambió. Yo había dado clases en la universidad durante casi toda mi vida. En los años del comunismo había empezado a valorar mi labor como formadora más allá de lo académico. Trataba de tocar vidas y dejar una huella para el futuro incierto que esperaba a esos jóvenes. Entonces, tuve una especie de epifanía: ¡Esa era mi misión! Siempre estuvo ahí y yo no la veía. Mi crecimiento espiritual se convirtió en prioridad. Yo ya tenía la formación intelectual, el conocimiento. Ahora le tocaba a esa dimensión, la más poderosa, la que nos hace humanos.

     Me quedé en Venezuela. Entendí que estaba donde debía estar. Donde la vida me había puesto por algo y para algo. En el lugar donde mi misión adquiría un significado mayor.

 Desde este plano, le dije a mi esposo: “te fuiste, para dejarme el camino libre para crecer sin límites, y eso haré”.

Sé que estarás orgulloso de mi.