Para Elisa

 

Las madres son espejos.

Desde su infinitud,  nos devuelven, sin propósito, la mirada del otro.

Esa mirada nos desnuda y nos deconstruye, nos regresa al origen.

Es una mirada temida y temerosa.

No se puede escapar de ese espejo. Nos hacemos mujeres viéndonos en él, y allí nos buscamos por oposición o por semejanza, o por ambos.

Cuando somos niñas, el espejo es solo un cristal transparente. El alma inocente apunta al ideal que proyecta esa figura inmensa de amor y misterio, y, desprovistas de todo juicio, somos en nuestra esencia.

Algunas tienen menos suerte, y a los pocos años el cristal se mancha, tal vez se quiebra, y  deja una imagen difusa, rota en mil pedazos. Algunas pasan la vida tratando de rearmarse.

Pero de cualquier forma, en nuestra adolescencia, el espejo aparece en todo su esplendor. La imagen que nos devuelve no suele gustarnos. En ella descubrimos  el defecto y la virtud, la fortaleza y el miedo, la generosidad y el egoísmo, el amor y el odio, el acierto y el error. Son ellas y somos nosotras. A la vez y distintas. Como una sola. Y ahora sí, la semejanza o la distancia, empiezan a construir la base sobre la que se asienta nuestra adultez. Estamos marcadas por ese espejo que son ellas, cuyo vientre habitamos por nueve meses.

Debieron pasar muchos años para que yo aceptara mirar mi reflejo sin temor a la sombra. Porque aunque yo amaba inmensamente a mi madre, crecí por oposición a todo lo que ella proyectaba. Ella era frágil y yo era fuerte. Ella era temerosa y yo valiente. Ella era dependiente y yo era libre. Ella era familiar y yo solitaria. Ella hablaba, yo callaba.

Solo en mi etapa más adulta y después que su alma pasó a otro plano, comprendí  todo lo que de ella había en mí. Y todo lo que de mí hubo en ella.

Yo no tengo hijas, y no puedo hablar desde esa experiencia. Pero a mi alrededor he visto a  muchas jóvenes fracasar en su vida profesional y personal, por el temor a enfrentar la sombra, escondida en sus madres.

Hay que aprender a mirarnos sin temer.

Yo encontré a mi madre y me encontré en ella. En su miedo, en su fragilidad, en su dependencia, en su palabra. Y reconociendo el pasado, en ella descubrí mi valentía, mi fuerza, mi libertad, mi soledad y mi silencio.

Desde aquí, porque sé que está cerca, le doy gracias por haber sido todo lo que soy, de un modo distinto. Del único modo que podía. Del único modo que sabía.

Sigo mirándome de cerca en ese espejo, y allí la RE-CONOZCO

 

El Árbol Mágico

Hace unos meses decidí enfocarme en conocer más de mí.

De mis lecturas de Campbell y Vogler, las clases de guionismo y los recorridos por la literatura y el cine, aprendí que la vida es un viaje: comienza con un llamado a la aventura, rechazamos el llamado, pero más tarde o más temprano, estamos obligados a escucharlo. Hay que romper con el mundo ordinario y comenzar a atravesar umbrales, custodiados por terribles guardianes. Solo cuando entramos en la cueva más profunda y enfrentamos nuestra sombra, podemos alcanzar la meta, el propósito. Entonces, redimidos, logramos renacer y hacernos con el premio de nuestra verdadera esencia. Este proceso es conocido en la literatura y el cine como “el viaje del héroe”. Todos hacemos ese viaje, una y otra vez, a lo largo de nuestra vida. Pero en esta segunda mitad, tengo la madurez para hacerlo de manera consciente.
En este proceso de búsqueda, descubrí el poder que se esconde en la genealogía. Ser emigrante me hizo ahondar en mis raíces. El destierro te mueve el piso, te arranca del suelo y te lanza al viento sin norte. Flotas como una rama perdida, desprendida del árbol del cual eres parte. Pierdes la familia extendida. Pierdes el lugar donde descansan tus muertos. Cruzas el umbral. Pero no siempre logras dejar de mirar atrás. Yo no lo logré. Pasaron muchos años y crucé muchos umbrales, para poder darme cuenta del tesoro escondido en mi árbol.

LA FAMILIA ES UN ÁRBOL MÁGICO EN EL INTERIOR DE CADA UNO”
                                                                                    Alejandro Jodorowsky

Desde muy pequeños, nos enseñan la historia de nuestra cultura y nuestro país, sin embargo, resulta muy curioso que no prestemos ninguna atención a nuestra historia familiar. Lo que conocemos sobre nuestras familias es lo que escuchamos y observamos en los adultos que acompañan nuestra infancia. Algunos tenemos el privilegio de conocer a nuestros cuatro abuelos, unos pocos a algún bisabuelo, pero generalmente no sabemos mucho acerca de sus vidas y sus orígenes antes de que nosotros viniéramos al mundo. Yo me propuse armar mi árbol genealógico, y con ayuda de algunos mentores, lo logré lo mejor que pude.

“AUNQUE NO SABES QUE ES LO QUE BUSCAS, LO QUE TU BUSCAS TE BUSCA”
                                                                         Alejandro Jodorowsky

Descubrir ese árbol trajo gratificaciones inesperadas, y también respuestas largamente esperadas.
No sé si la búsqueda del árbol me llevó a las respuestas, o si la búsqueda de respuestas me llevó al árbol. Solo sé que la conciencia de mi genealogía me ha regalado un viaje mágico a mi ser espiritual.

“LA CURACIÓN LLEGA CUANDO NUESTRA HISTORIA ENCUENTRA UN SENTIDO “
                                                               Alejandro Jodorowsky

He aquí un breve resumen de lo que descubrí:

Desde sus inicios, el psicoanálisis afirmaba que la vida psíquica de cualquier individuo se sostenía en la relación de éste con su familia, en especial con los padres. Para Freud, el carácter de los vínculos entre padres e hijos en la primera infancia, eran determinantes para su personalidad adulta.
Posteriormente, Jung expuso la existencia de lo que llamó inconsciente colectivo. Él mismo estudió a fondo su propio árbol genealógico.
En el presente, la psicología sistémica y la herramienta de las constelaciones familiares constituyen corrientes ampliamente conocidas y utilizadas en la psicoterapia familiar. Alejandro Jodorowsky acuña el término “psicogenealogía” para definir el estudio del árbol genealógico como vía de conocimiento y sanación. Pareciera haberse descubierto un tesoro de conocimientos en nuestro árbol, y creo que hoy pocos ponen en duda la influencia de la familia en la psique y en el modo de actuar en el mundo de cada individuo

Si has llegado hasta este punto te estarás preguntando: ¿Cuál es el motivo por el que puede resultar interesante conocer nuestra genealogía? ¿Se puede acaso cambiar el pasado?

Definitivamente, no. Es imposible elegir otros padres u otros abuelos, reconstruir nuestra infancia o nuestra adolescencia. Pero sí es posible cambiar nuestra forma de mirarlos.
La genealogía nos ayuda a entender la naturaleza de nuestras relaciones y descubrir las fuerzas creadoras que nuestra familia entraña. Nos desvela las dinámicas que conllevan identificaciones e implicaciones de una generación a la siguiente y que dificultan nuestra vida.

Cuando venimos al mundo ya somos parte de una familia y nos sumamos a su conciencia colectiva. Pertenecemos, por lazos sanguíneos, a un grupo familiar. Sin embargo, es la lealtad la que nos convierte en familia. Y en nombre de esa lealtad, que no es más que el sentido de pertenencia al clan, repetimos conductas, enfermedades y sufrimientos. Somos capaces de traicionarnos a nosotros mismos por quedarnos apegados fielmente a contratos inconscientes.

Los condicionamientos emocionales y de conducta grabados por nuestro linaje en nuestro inconsciente personal, el yo más desconocido y misterioso, determinan nuestra postura frente a la vida y conducen nuestros actos irremediablemente a repeticiones de patrones dolorosos en distintos ámbitos personales, de los que difícilmente podemos escapar. El análisis psicogenealógico de nuestro propio árbol, nos devela las causas originales que desencadenaron esos patrones. Su visión y comprensión ya de por si resultan sanadoras, pero podemos dar un paso más hacia la superación de esas hirientes rutinas que nos privan de vivir en plenitud y conciencia.
Sanamos el árbol con la reconciliación y la aceptación. Realizando lo que somos auténticamente. Ejerciendo nuestro destino personal. Echando luz sobre nuestras raíces

La luz sobre mis raíces ha traído luz sobre mi vida. Aprendo a mirar al pasado con la absoluta certeza de que no pudo ser de otra forma. Me reconcilio con mi niña triste, con mi adolescente herida. Agradezco mi vida, tal y como fue. Doy gracias, sin culpas ni reclamos, a mis padres, a mis abuelos, y a ese ejército de ángeles que son mis ancestros. Con ellos a mis espaldas, el viaje se hace más ligero.

Aliñadito con perejil y ají dulce

Hace un par de semanas me la encontré sorpresivamente. En esta hora loca, en que profesores y alumnos huyen en estampida, Eugenia estaba regresando a Venezuela. Quince años en el exterior no habían borrado su pasión por la docencia, y allí estaba, de vuelta en la UCAB, con ganas de seguir entregando sus conocimientos, su energía y su perpetua sonrisa. Agradecí que, aún, buenas cosas pasaran. Entonces me contó que durante su exilio había desarrollado un nuevo talento: la escritura. Me dijo que había escrito un  cuento sobre nosotras, y se lo pedí para compartirlo con ustedes. Aunque aún no he descubierto cual de esas mujeres soy yo, leer este relato fue un lindo viaje a la memoria.   

                                                                              Por Eugenia Canorea

Todo pasó por abrir MI BOCOTA,  el problema es que no la puedo mantener cerrada, no sé si te ha pasado pero yo cuando estoy con otras personas y se hace un silencio total siento una incomodidad tan grande que tengo necesidad de llenar el espacio hablando y entonces hablo sin parar.

No sabes como me gustaría poder estar acompañada y sentirme cómoda en silencio, pero, esto no me ocurre ni siquiera con mi mamá, y es que no puedo estar callada ¡Mira que lo intento! Muchas veces mientras hablo pienso: ¿Por qué digo tantas idioteces? Se nota que la gente está aburrida, tratan de callarme, estoy hablando de más, estoy diciendo cosas inadecuadas y aún así sigo dale y dale. A veces pienso que sólo he logrado tener un silencio confortable con mi marido y mis hijos, sólo con ellos no siento esa necesidad de llenar el espacio y ¡Es tan agradable el poder estar callada al lado de otras personas y no sentir que es incómodo ¡

Por otra parte, tampoco se trata de que no me guste el silencio o la soledad, al contrario he pasado largas épocas en mi vida en total soledad y sin otro ruido que el de mis pensamientos y eso me encanta, me llena de paz y tranquilidad, pero, en público sufro de incontinencia verbal.

Regresando a la historia que te quiero contar, todo empezó porque como siempre abrí mi bocota en un momento inapropiado -es más quizás el momento apropiado no existe-. Antes de seguir me gustaría ubicarte un poco en la situación, somos un grupo de amigas que  solemos  almorzar juntas en la oficina, trabajamos en la misma organización pero cada una tiene una profesión distinta, yo por ejemplo soy psicóloga, y cada mediodía cuando comemos comentamos nuestras vidas, nuestras inquietudes y como suele suceder hablamos de la comida en sí misma.

Tengo la impresión de que las mujeres de hoy en día no tenemos una relación del todo normal con la comida, la presión por encajar en ciertos moldes nos lleva a ser un poco extrañas y -en mi opinión- esto se nota particularmente bien en nuestro grupo.

Voy a comenzar explicando mi propia relación con el necesario acto de alimentarse, la cual además resulta ser -dentro de todo-  bastante normalita  (claro, quizás tengo esa impresión por aquello de ver la paja en el ojo ajeno e ignorar la viga que llevamos encima).  Bueno, como decía, a mi me encanta comer, cocinar y la gastronomía en general. Estoy suscrita a las revistas Gourmet y Bon Appetite -las dos revistas de cocina más antiguas y prestigiosas de los Estados Unidos-. Pienso que la comida debe ser disfrutada,  por eso mismo no desperdicio calorías. Es decir, no como cosas que engorden y no sean divinas y así me guardo las calorías para las cosas que valen la pena. Por ejemplo: no tomo bebidas dulces -a menos que tengan edulcorantes- para poder disfrutar de buenos postres, no como pan ni arroz blanco, en Navidad elimino las comidas regulares para poder atragantarme de hallacas en las reuniones sociales y de vez en cuando, si se me va la mano con algún atracón dominguero, me tomo un laxante para compensar.

El resto de mis compañeras de almuerzo también tienen sus particularidades gastronómicas: Jacqueline, la contadora, es una chica muy estilosa cuya cartera siempre irá a juego con sus zapatos, con un vocabulario muy preciso para nombrar las cosas y totalmente obsesionada con la limpieza, carga en el bolso un gel antiséptico que utiliza para repasar cuidadosamente los cubiertos –que lleva en su propia lonchera y que seguramente había lavado muy bien antes de salir de casa-. Limpia también sus manos, su taza, y su mantelito individual de plástico en un ritual automático que realiza antes y después de cada comida. Si algún día olvida su almuerzo inspecciona milimétricamente el estado de la cafetería  en la que va a comprar un  tentempié  y cualquier mínimo detalle: un miga de pan en la encimera, una dependienta sin guantes o con el pelo suelto o los envases para llevar a la vista en lugar de estar herméticamente guardados, es suficiente para que desista de comer nada que salga de aquel lugar. Y por supuesto no ingiere carnes  rojas, en realidad, de todas las que almorzamos juntas la única en atreverse con un buen churrasco soy yo.

Luego está Luz, estudió sociología y  es una de las personas más amables que he conocido, habla con mucha dulzura, sabe de todo y no hay nada mejor que escuchar su análisis de cualquier situación de actualidad, tiene un tono de voz que tranquiliza, es muy delgada, tiene unos ojos oscuros muy grandes, expresivos y llenos de cariño. Sin embargo, tiene un sentido tal de la disciplina y una rigidez que la hacen vivir encerrada en sí misma como en una jaula. Ella es de las personas que no se perdonan una, todo lo que hace debe ser perfecto, ajustarse a su rutina de vida y a sus esquemas mentales de  lo correcto, de lo que debe ser. Claro está, mi amiga no transfiere su firmeza a los demás, con los problemas y debilidades ajenas es muy comprensiva y solidaria. Pero, esa forma de ser si la traslada a la comida de forma que no se alimenta de nada considerado dañino para la salud -desde su propio punto de vista- es decir: eliminó totalmente el azúcar y las grasas, no come carnes rojas, no come mariscos, no come salsas porque tienen grasa, come muy poco. Casi todos los días lleva plumitas con pollo y queso blanco. En el fondo sospecho que simplemente sigue siendo una niña malcriada, no aprendió a comer de todo en la infancia y no sabe probar cosas nuevas. Pienso así, porque aún con su necesidad de limitarse nadie puede decir, por ejemplo, que unas piezas de sashimi van a subir el colesterol o afectar al hígado o al colon y a ella le horroriza el sólo pensar en comer salmón crudo. Adicionalmente en los últimos tiempos ha comenzado una cruzada contra las radiaciones de microondas que, según dice,  liberan dioxinas -unas toxinas cancerígenas- supuestamente resultantes de la mezcla producida al calentar recipientes plásticos con grasa, que penetran en los alimentos envenenándonos lentamente cada vez que calentamos algo,  por lo cual ella y la mitad del grupo, están cargando con pesados envases de vidrio para la comida.

Oriana, nuestra médica, es sumamente racional e inteligente, tiene voz de locutora y un estilo hippie que la distingue. En mi opinión, es la más sana en su alimentación -en teoría- porque  siempre todo le parece delicioso y provocativo. No obstante, no come casi nada, en realidad resulta  ser que no puede. Tiene un problema metabólico y por eso casi toda la comida le sienta mal. Generalmente lleva pescado  y sus comentarios suelen ser del tipo: Ojalá pudiera comer esto o aquello. En ocasiones se prepara durante días para darse un pequeño gusto, le encantan los helados y el chocolate, pero como es intolerante a la lactosa son parte de los placeres prohibidos.

Yaritza, la psicopedagoga es una mujer muy atractiva de formas voluptuosas, se preocupa mucho por su físico, va cada día al gimnasio y su relación con la comida es bastante estándar, siempre cuida las calorías, tampoco come carnes rojas, come poco y suele llevar alimentos sanos, mucha verdura, mucho pollo (no sé porque todas mis amigas piensan que la proteína más sana es el pollo, yo prefiero el pescado, la ternera, el cochino, no es que el pollo me disguste, sino que me parece algo aburrido). Trata de comer pocos dulces pero si hay un cumple se deja tentar por un buen trozo de torta.

Y finalmente está Esther, profesora,  brillantísima, de familia judía, verbo caustico y observaciones agudas, siempre deja clara su posición en todos los asuntos. En cuanto a la alimentación nunca le han gustado las carnes rojas y las eliminó completamente de su dieta hace más de 20 años, luego eliminó también el pollo, y después las legumbres -que le dan gases-.  Tampoco le gusta el pescado, comer animales en general le da asco, así que se alimenta de  vegetales, quesos, almidones y dulces. Dice que al ver a alguien engullir un bistec siente una profunda repugnancia que llega a las nauseas, se le paran los pelos de sólo pensar en probar los mariscos, por supuesto ni hablar de cosas exóticas, ella con las pastas y las verduras se siente servida, para mi, es la más radical de todas en el sentido de no ocultar su desagrado por la comida. Al mismo tiempo, presenta algunos problemas de salud, afecciones digestivas, deficiencias de hierro, anemia, entre otros.

Ahora que ya nos conoces te puedo contar lo que pasó el otro día cuando no pude mantener mi bocota cerrada, en nuestros almuerzos  –como te comentaba- conversamos de todo, los problemas con los maridos, política, trabajo, lo que cada una cocinó ese día, lo que hicimos el fin de semana, en fin lo normal.

Pues bien, esa vez yo había llevado una deliciosa ensalada de inspiración thai que es mi versión de una receta de Cooking Light, lleva un mezclum de lechugas con frutos secos fileteados, el aderezo, siempre por separado, tiene como base la salsa de soya y el limón y finalmente va coronada de unos filetes de ternera con un crostón de ajonjolí que deben quedar doraditos por fuera y muy rojos en el centro, cuando mis amigas vieron mi plato comenzaron con la tradicional monserga de la repulsión que les produce ver la carne roja y sanguinolenta y a mí el comentario me llevó a una disertación relacionada con un artículo que había leído recientemente.

El artículo trataba la relación de las mujeres con la comida y decía que en los últimos años además de la anorexia y la bulimia se han desarrollado una gran cantidad de patologías alrededor de la aproximación a la comida, que estas enfermedades generalmente se disfrazan en la búsqueda de una vida más sana, se va limitando la ingesta alimenticia argumentando la necesidad de comer de forma más saludable. Otro dato relevante es que las manías se expresan de múltiples maneras, algunas veces en la forma y el lugar de comer: hay gente que nunca se alimenta en público o que sólo lo hace socialmente. Luego hay personas que eliminan categorías completas de comida y cada día evolucionan suprimiendo un nuevo renglón hasta que al final no comen casi nada. Otros se atragantan sólo de lo que les gusta para luego hacer dietas extremas de limpieza comiendo  piña o repollo en exclusiva durante varios días y muchos más hábitos que no son sino la expresión de un montón de problemas psicológicos relacionados con la autoestima y la necesidad de control del entorno.

Mi perorata finalizó puntualizando que lo más grave de la situación es que muchos de estos hábitos terminan condicionando la existencia de las personas hasta el punto de limitarlas en su vida social, relaciones familiares y muchas veces afectando incluso la salud que pretenden defender.

Ciertamente, ninguna de mis amigas pareció darse por aludida, todas nos consideramos totalmente sanas y en control de nuestras vidas. Somos mujeres modernas, educadas y autosuficientes: mujeres maravilla exitosas en lo profesional y lo personal como esperamos de nosotras mismas. No somos adolescentes obsesionadas con la imagen y la popularidad, cada una ya tiene su lugar en el mundo y estamos bien situadas.

Sin embargo, a los pocos meses Esther me llamó, necesitaba hablar conmigo en privado, me contó entonces que mi discurso de las nuevas patologías psicológicas relacionadas con la nutrición  la había impresionado profundamente, me dijo que al escucharme comprendió que algo dentro de ella no estaba bien, se sintió retratada, por eso buscó apoyo médico y psicológico. Ahora, su marido y sus hijos la estaban ayudando, había recuperado el norte, estaba comiendo carnes rojas (recocidas y disfrazadas dentro de salsas y guisos, porque le seguían dando repugnancia). Su anemia crónica comenzaba a remitir y necesitaba hablar conmigo, primero para darme las gracias y segundo para pedirme los datos de la publicación médica en la que aparecía el artículo que les comenté, su doctor y su psicólogo querían revisarlo para poder diagnosticar mejor su patología con esas nuevas investigaciones.

En ese instante quise que la tierra me tragara, me quedé como muerta ¿Por qué no puedo nunca cerrar la bocota?  Gracias a un comentario trivial mi amiga había cambiado su vida -al parecer para bien, Dios mediante- y ahora quería conocer mis fuentes de información, y claro  ¿Como hago yo para decirle después de todo, que sólo se trataba de un articulito de la revista Cosmopolitan leído en la sala de espera del odontólogo y aliñadito con el perejil y el ají dulce de mi verborrea particular?

Yo elijo

 

Hace ocho meses me encontré de frente con la inmensidad. La inmensidad es ese espacio infinito y arrasado cuya visión no podemos soslayar. Yo, frente al mundo, sin la mano del compañero con quien compartí casi toda mi existencia adulta. Cuando recuperé la conciencia de mi nueva realidad, miré a mi alrededor, y en medio del vacío estaban mis hijos, tan confundidos como yo, tan aterrados como yo, pero con una angustia adicional: ¿Era yo capaz de caminar junto a mi recién llegada soledad, sin deshacerme en el intento? Su padre era el ancla,  la fuerza, el alma generosa que acogía a todos y solucionaba los problemas cotidianos de todos. Por supuesto, también los míos. Yo era la madre un poco hippie, espiritual, cinéfila y lectora empedernida, practicante de yoga y comprometida en cuerpo y alma con la docencia, en un país donde un profesor universitario gana un sueldo que no alcanza para comprar un par de zapatos. ¿Cómo iba a hacer para sobrevivir en el mundo cotidiano, en un entorno donde el día a día es una especie de ginkana?

Pensé entonces que no me iba a morir aunque lo deseara, que si decidiera sentarme a esperar la muerte iba a sufrir mucho y haría sufrir a toda la gente que me quería, y que si tocaba seguir en este plano terrenal, era porque la vida aún esperaba algo de mí. Había que seguir viviendo y hacerlo de la mejor manera posible. ¿Acaso yo no tenía nada más para ofrecer? Era mi elección: vivir el resto de mi vida en el dolor o encontrar un nuevo sentido para los años que me quedaban.

Miré atrás y agradecí a Dios todo lo que me había regalado. Miré el futuro y pensé que ya no era tan largo como para preocuparme tanto por él. Y comprendí entonces que lo único que tenemos con certeza, es el presente.  La partida repentina de mi esposo, el hombre a quien amo profundamente,  me obligó a aceptar la fragilidad humana  y a mirar de frente y sin temor a la muerte, como el hecho inexorable al que todos estamos destinados.

Para los orientales, la certeza 

de la muerte y la confianza en el mundo espiritual que la trasciende, el disfrute es una obligación de cada día. En cambio nosotros, los occidentales, consumimos la vida  haciendo planes a largo plazo, sacrificamos la juventud y el disfrute para cuando la estabilidad llegue, para cuando el momento sea propicio. La felicidad vendrá con el trabajo soñado, la casa y el auto, la pareja y el hijo.  ¿Somos conscientes de que tales cosas pueden nunca llegar? ¿Debemos ser infelices siempre, porque no alcanzamos tal o cual meta, porque nunca encontramos la pareja perfecta o no tuvimos el hijo?

Aplazamos la vida porque evitamos a toda costa vivir conscientes de nuestra finitud.

La felicidad debe ser el camino, no la meta. Debe construirse en el presente, no en el futuro. Debe crearse a partir de lo que un día cualquiera tiene para regalarnos, y no de los grandes momentos perfectos que pueden nunca llegar. Puedes salir a la calle maldiciendo el tráfico y las calles rotas, o puedes poner música porque tal vez no tendrás otro momento del día para escucharla. Puedes levantarte de la cama quejándote de que tienes que madrugar porque te toca esperar una hora el transporte público,  o puedes agradecer que a pesar de todo, tienes trabajo. Puedes llenarte de odio y maldecir a los políticos todo el día, o puedes aceptar que hay cosas que no puedes cambiar y enfocarte en hacer bien aquellas en las que tu actitud puede marcar la diferencia. Elige ser feliz. La vida es hoy.

Aprende a disfrutar los pequeños momentos. Ponles magia. Los grandes pueden llegar, o no.

Sé flexible. El mundo cambia, las personas cambian. Acepta que también las metas deben cambiar.  Cuando debes soltar, hazlo desde el alma y sin rencor, si no, no funciona.

Celebra la vida cada día. Cada uno es un regalo que debemos agradecer.

No aplaces los pequeños placeres. Ponte el vestido nuevo, estrena las sábanas, usa la vajilla de porcelana, brinda a tu salud con las copas de cristal.

Cambia de trabajo si el que tienes no te satisface. Y si no consigues uno nuevo que te agrade, emprende y hazlo por tu cuenta. Correr riesgos es estar vivos.

Aprende cosas nuevas y construye nuevos objetivos.

Conserva y cultiva los buenos amigos.

Viaja siempre que puedas.

Amar es el único y verdadero sentido de la vida. No escatimes el amor.

Agradece el camino recorrido. Bueno o malo, es lo que te ha traído a ser quien eres hoy.

La felicidad es una elección. No cae del cielo. No depende de otros ni de lo que tienes. Tampoco es permanente. No significa no tener problemas o no sentir dolor. La felicidad es la decisión en la que aceptamos vivir con los problemas y el dolor, y no a pesar de ellos.

Yo elijo (luchar por) ser feliz.

 

 

 

 

Vivir en el derrumbe

Mate González es mujer, periodista y experta en redes. Como muchas de nosotras,  Mate  se convirtió en mamá. La maternidad es un proceso muy complejo, especialmente para quienes queremos, o necesitamos,  seguir activas en nuestra vida profesional.  ¿Podemos ser profesionales y “buenas mamás” al mismo tiempo? ¿Y la culpa?  ¿Se puede aprender a ser “buena mamá”? 

Con este artículo de Mate, que es un regalito de luz para las más jóvenes,  doy la bienvenida a las colaboraciones a mi blog.  Como a ella debo en gran medida que elsegundovuelo.com  se haya hecho realidad,  pues el honor y el placer de tenerla en mi página, son dobles.

Siempre quise ser mamá. Y como soy galla, me preparé para serlo. Desde que decidimos que queríamos tener un bebé empecé a estudiar sobre embarazo, el parto, maternidad, lactancia, crianza …

Todas las noches pasaba horas navegando en internet, estudiando, como si fuera a escribir un reportaje. Como si fuera a escribir una tesis.

Naturalmente hice el curso prenatal, me mentalicé a tener el parto perfecto tal como lo había planificado y había estudiado. Yo sabía lo que me estaba pasando y eso me hacía sentir que tenía el “control”.

Los dos días en la clínica fueron perfectos, juraba que me la estaba comiendo. Hasta que llegamos a casa. Esa primera noche fue de terror. El bebé que venía comiendo de maravilla no podía prenderse al pecho, solo lloraba y nosotros no sabíamos qué hacer, yo buscaba en Google y nada funcionaba… Allí tuve mi primer encuentro con la maternidad, la real que no está en ningún escrito y que por más que te la cuenten no la aprendes hasta que la vives.

Así como esa primera noche de terror fueron los primeros meses, pegada a Google tratando de entender y no entendía nada. El resultado era frustración y angustia.

Junto con un bebé, me traje de la clínica un enorme miedo, había un humanito que dependía exclusivamente de mí. Llegué incluso a tener pensamientos apocalípticos: ¿qué iba a ser de mi bebé si a mí me secuestraba un ovni?

También me traje en la maleta todo el sentimiento de culpa. No entendía a mi bebé, no sabía por qué lloraba. No sabía ni cambiar un pañal, sentía que mi leche no lo alimentaba, que la casa se me caía, que estaba fea y que me estaba embruteciendo…el bebé lloraba y yo lloraba con él pero debía hacerme la fuerte, la feliz.

En silencio me atormentaba mucho, fui muy dura conmigo misma. Tenía tanto miedo. Y es que nada era como yo había estudiado, nada.

Además nadie me dijo, o si acaso Google lo hizo yo lo ignoré, que me iba a sentir perdida. Que viviría un cataclismo. Que estaría en medio de un derrumbe que no había estudiado.

Vivía agobiada, era un manojo de nervios y malhumor. Hasta que un día alguien sumamente amado me dijo que mi ansiedad estaba “socavando la paz de la familia”…  Si acaso quedaba alguna pieza en pie, terminó de caerse.

Esa frase que terminó de quebrarme se convirtió en un motor para cambiar las cosas. O por lo menos para intentarlo.

Dejé de buscar cada cosa en Google. Empecé a escuchar más a mi bebé. A tratar de escucharme a mí, pero no a mi loca cabeza torturadora, no. A escuchar mi corazón y a mi instinto.

Empecé el ejercicio de re-construirme en el que todavía estoy en la fase de aceptar-me como alguien nuevo, distinto.

Estoy entendiendo-me en este ejercicio diario, casi apostólico, de re-conocerme en silencio. De mirar ese derrumbe y a hablar de él.

¿Cómo lo he hecho?

Dejé de llevar la cuenta de las veces que amamanto al bebé, por ejemplo, para soltar el control. Decidí entender que no puedo con todo y empecé a dejar de “estudiar” y a fluir un poquito más.

Decidí que iba a ocupar mi mente en cosas más productivas que en atormentarme: estoy acompañando la gestación, parto y crianza de los proyectos de otros, lo que me mantiene motivada, energizada.

Empecé a bajarle volumen a la culpa, aunque a veces me gane la batalla, y procuro convencerme que lo estoy haciendo bien, que lo estamos haciendo bien.

Dejé de querer ser lo que era y estoy disfrutando más esta cosa nueva que soy. Aunque suene simple, trato de no pensar en cuándo volveré a ser quien fui sino en imaginarme cómo seré.

 

Mate González Jaime

@mategonzalezj

El Águila

Este relato me lo contó mi prima, unos días después de yo haber sufrido una  inmensa pérdida. A ella, Nory, mi hermana del alma, quien se ha caído y levantado un millón de veces, gracias por la fe

El águila es el ave más longeva de su especie, llega a vivir 70 años
pero, para llegar a esa edad, a los 40 debe tomar una difícil decisión. Sus uñas están apretadas y flexibles y no consigue sostener las presas de las cuales se alimenta, su pico largo y puntiagudo, se curva apuntando contra el pecho, sus alas están envejecidas y pesadas con plumas demasiado gruesas ¡volar se hace tan difícil ya! Entonces el águila tiene solamente dos alternativas: morir o enfrentarse a un doloroso proceso de renovación.

El proceso dura 150 días y consiste en volar hasta lo alto de una montaña y quedarse ahí, en un nido cercano a un paredón, en donde no tenga necesidad de volar y este a salvo de enemigos. Después de encontrar ese lugar, el águila comienza a golpear su pico contra la pared hasta conseguir arrancarlo, luego deberá esperar el crecimiento de uno nuevo con el que desprenderá una a una sus uñas. Cuando las nuevas uñas comienzan a nacer, comenzará a desplumar sus viejas alas y finalmente, después de cinco meses, sale a su vuelo de renovación, lista para vivir 30 años más.

En nuestras vidas, muchas veces tenemos que resguardarnos por algún tiempo y comenzar un proceso de renovación para continuar con un vuelo victorioso. Si estás justo en ese momento, no te apures en volar pero no renuncies a ser una mujer nueva. Para ello debes desprenderte de costumbres, tradiciones, resentimientos y recuerdos que te aten, porque solamente mirando alto y hacia delante, podrás aprovechar el resultado valioso que una renovación siempre tiene. El dolor, cuando lo entendemos como parte natural de nuestra vida, así como lo son el amor y la muerte, jugará a tu favor, si aprendes a vivir en armonía con él. Como el águila, entenderás que ese nuevo vuelo hacia el crecimiento y la sabiduría, no sería posible sin el dolor de haber perdido las viejas alas.

30 mil días para vivir

Si el promedio de vida de una persona, siendo bastante optimistas, es de 82 años, el ser humano tiene aproximadamente 30 mil días para vivir

Fue fácil, con una simple regla de tres, saber que a mi edad he vivido unos 22 600 días y me quedan unos 12 600 hasta el destino final. He consumido más de la mitad de mis días! Entonces eso de «la segunda mitad de la vida»  que me daba la sensación de que «ahora es que falta», para bien o para mal, se convirtió en un eufemismo.

De tanto darle vueltas a lo mucho o lo poco que me quede por hacer después de barrer las cenizas y recoger los frutos de más de media existencia, he decidido hacer un blog. Esta forma de escribir y comunicarse no es propia de mi generación, pero como esto se trata de volar de nuevo y de aprender a rescatar las alas cada vez que se rompan, pues aquí vamos.

Soy una mujer en  «la segunda mitad de la vida», con una larga historia de desarraigos, pérdidas y roturas del alma, que hubieran sido irreparables si Dios no me hubiera regalado el don de la escritura que me ayuda a mirarme por dentro. También he tenido una vida hermosa. Puedo contar sobre una larga e intensa historia de amor que me hizo muy feliz, y de algunas cosechas que florecieron sin inundarse y me regalaron la paz y la alegría sin condiciones. Porque la vida es así, llena de todo, a veces se trata de recoger la siembra mientras bailas sobre la yerba, y otras de recorrer a rastras el terreno baldío mientras pretendes que tus lágrimas resuciten alguna flor.

Este blog es para todo el que quiera leerme, pero sobre todo, para esas mujeres, que como el águila, están esperando reconstruirse para emprender un nuevo vuelo: el segundo, el tercero, el cuarto, no importa cuantas veces hayan caído.  Lo importante es volver a volar. Recorrer desde lo alto los días, las horas, los minutos que nos quedan para llegar a la «puerta de oro» de que nos habla Angeles Arrien en «las ocho puertas de la sabiduría» .

En la «segunda mitad de la vida» es mucho lo que hemos vivido y amado. Y si hemos amado, hemos conocido el dolor, en alguna de sus múltiples formas: la ruptura de una larga relación amorosa, la muerte inesperada o temprana de un ser querido, la enfermedad, la separación de los hijos, la migración y el desarraigo…y con toda esa carga que nos aplasta, viene la necesidad de soltar para seguir. Soltar, no para olvidar, sino para crecer. No para huir, sino para aceptar.

Desde aquí, les contaré de las nuevas vivencias y aprendizajes que voy recopilando mientras pego los trocitos del rompecabezas que significa reconstruirme en el pedazo de existencia que me queda. Sé que tenemos muchas vivencias en común. Te invito a compartir las tuyas.

Chocaremos nuestras alas por ahí.

»The pain is there, when you close one door on it, it comes to come in somewhere else»

Irvin D. Yalom