Esta semana me encontré una insólita entrevista con el Vice Gobernador de Texas, Dan Patrick. Con incredulidad, leí las siguientes palabras: “Volvamos a la vida. Hagámoslo con inteligencia. Y los que tenemos 70 años o más nos cuidaremos a nosotros mismos. Pero no sacrifiquemos al país”. De esas desafortunadas frases me quedaron tres palabras: vida, inteligencia y sacrificio.
“Volver a la vida”, dentro de un contexto trastocado por el miedo, la angustia y la muerte, significa para este señor volver al trabajo, continuar con la producción, seguir haciendo afuera lo que se nos ha enseñado desde pequeños que tenemos que hacer: dinero y seguridad material. Y no es que estas cosas no sean importantes, pero cuando todas las señales de Dios y el Universo te dicen que para salvar al mundo hay que parar, pues hay que parar. La economía se reconstruye, como los ciclos de la humanidad han demostrado suficientes veces. La vida, no.
“Hagámoslo con inteligencia”. ¿De qué inteligencia habla una persona que prioriza la economía sobre la vida? No tengo más comentarios.
“No sacrifiquemos al país”. Pareciera que un país entonces es un cúmulo de bienes materiales donde la persona humana no tiene otro valor sino estar al servicio de los bienes que produce. Si la palabra país es traducida como economía, no importa el sacrificio de unos cuantos, de quienes que ya no “hacen”, mientras haya jóvenes con fuerza suficiente para sobrevivir al caos y preservar las bondades del mundo material conocido.
Cosas como esta se repitieron en diversos contextos para demostrar la absoluta desvalorización de la responsabilidad que como seres humanos tenemos frente al mundo. Y no hablo de aquellos que quizás, aún en medio del miedo, deben continuar saliendo de sus casas porque es en la calle donde se procuran el pan de cada día. Hablo de tantos que paseaban por las plazas y llenaban las playas hasta hace una semana, porque no podían desperdiciar encerrados los días libres o el asueto de primavera.
Muchos seres humanos, en medio de este abismo al que nos lanza la vida, se niegan a entender el mensaje.
Las redes sociales se desbordan de ofertas de cursos, clases, talleres y actividades de entretenimiento y aprendizajes de toda índole, para que nuestras agendas de encierro estén siempre copadas. Todo con el fin último de no aburrirnos, no desesperarnos, tener paciencia, pero sobre todo, mantener las pilas cargadas y listas para que a la primera señal del silbato, todos corramos: FUERAAAA! Todo eso está bien, cuando lo integramos como parte de una rutina en la que debe prevalecer el encuentro intrapersonal a la luz del aislamiento y el silencio.
Pero más allá del encierro obligatorio que como seres sociales nos resulta antinatural, nos aterra la sensación de NO HACER NADA. Y cuando digo no hacer nada, me remito de nuevo al Vicegobernador de Texas: si no trabajamos, no producimos, no hacemos nada en el afuera. Sin duda, muchos estarán auténticamente preocupados por su trabajo y su sustento. Pero no hay nada que podamos hacer para asegurarnos de que una vez pasado esto, todo seguirá igual. Yo creo que no, que nada seguirá igual. Y para entonces, muchos tendrán que replantearse el trabajo y la vida entera. Pero eso será ENTONCES. No debe haber sentimiento de culpa en no hacer nada. No hay nada malo en no hacer nada. En el presente, está en juego la vida de todos, la salud de todos. Y la responsabilidad personal que tenemos frente al otro es el único valor que pueda salvar a la humanidad. ¿Es tan difícil encontrar en esto un sentido para la vida?
Ayer, mientras repasaba mi Instagram, leí un mensaje de un exalumno y ahijado muy querido, que como tantos, es emigrante. Su post decía algo así: “Cada tres años se repite en mi vida un ciclo que por alguna razón, me obliga al encierro. Esta es la tercera vez que me pasa lo mismo, aunque estas circunstancias son muy diferentes. Desde hace mucho, dejé de creer en casualidades. Por eso me pregunto qué quiere decirme la vida cada tres años encerrándome en mi casa sin yo quererlo”.
Y como yo tampoco creo en casualidades, mi respuesta fue esta: “¿No será que has estado huyendo de algo que no está afuera, sino adentro? En el viaje interno siempre está la respuesta”.
En cada pérdida, en cada catástrofe individual o colectiva, hay un mensaje personal para cada uno.
Nos dicen que es hora de detenernos. Y como queremos seguir sumergidos en el hacer, pues nos aturdimos con cualquier cosa para seguir surfeando la ola. Que ésta nos lleve a cualquier parte menos al interior de nosotros mismos. Allí habitan las sombras que tememos, pero al evitarlas, también nos perdemos el lugar de la luz, que puede revelarnos caminos nuevos.
Si tienes salud y amor, comida y techo, por precarios que sean, agradece el presente. Cumple tu parte con el mundo y con la vida que te corresponde vivir. Todas las emociones son válidas. No te impongas ser feliz. Todo es impermanente, esto también pasará. Si no puedes hacer en el afuera, no te sientas culpable. A veces está bien no hacer nada. Viajar en este tren, no es opcional. Pero tienes el poder de elegir tu destino.
En el viaje interno siempre está la respuesta.