Entraste al salón como una tolvanera, sin impedir que la puerta se cerrara de un portazo detrás de ti. Tú nunca perdías tiempo en nimiedades. Avanzaste hasta el frente de la clase con paso firme y, con toda a naturalidad que te caracterizaba, te sentaste sobre el escritorio. “Soy Carmen Cecilia Mayz, su profesora de Historia de la Cultura I”. Tu mirada se posó rápido sobre cada uno de los rostros de aquellas 60 almas que cursábamos el primer año de Comunicación Social, buscando identificar rostros conocidos. Mi amiga Marité y yo estábamos sentadas en primera fila, y allí te detuviste: “Irimia y Martínez” ‘, dijiste, con esa sonrisa de satisfacción que expresaba lo orgullosa que te sentías del privilegio de tu memoria. Dos años antes habías sido nuestra profesora de Literatura en el cuarto año de Humanidades del Colegio Teresiano. En la segunda clase, eras capaz de recordar sin vacilación los apellidos de los sesenta alumnos que componían el aula.
Tu asignatura era mi favorita. Nunca olvidabas que éramos estudiantes de Comunicación Social, y nuestros trabajos pasaban por hacer un periódico que se editaba en la antigua Grecia o un video en el que representábamos los Cuentos de Canterbury. Eras una comunicadora nata, y todo aquello de luces, cámara y acción, te gustaba y se te daba naturalmente. Tu inteligencia y afán de conocimiento eran ilimitados, y no había un área del saber en la que tu curiosidad no hubiese indagado. Sin embargo, lejos de toda soberbia o vanidad, tu mayor carisma eran la franqueza, la espontaneidad y la sencillez, que poco tenían que ver con pretensiones academicistas. Me hiciste amar la historia y el arte pero, sobre todo, me llevaste a descubrir en el conocimiento no solo el valor de la libertad humana, sino de la libertad femenina. Cuando hablabas con pasión de la Antigua Grecia decías que, si hubieras vivido entonces, habrías sido una cortesana, porque ese era el único espacio en que las mujeres griegas podían tener acceso a los libros y al saber.
Para ese momento eras la directora del Departamento de Promoción de la UCAB, en donde hacías un extraordinario trabajo de fundraising y mercadeo. Yo había sido de tus mejores alumnas y al año siguiente me propusiste trabajar contigo. Desde entonces fui tu discípula. De tu mano llegué a la UCAB como docente cuando regresé de hacer mi posgrado. De tu mano llegué a la dirección de la Escuela, aun siendo muy joven. Y más tarde, cuando la UCAB se te hizo pequeña y diste el salto al mundo exterior, me invitaste a acompañarte en nuevos proyectos y espacios de trabajo. Mi vida profesional tiene tu sello. Mi carrera en la docencia universitaria nace de tu apoyo y de tu ejemplo.
Fuiste mi maestra y también mi gran amiga. Nuestras edades eran distantes y nuestras personalidades distintas, pero existía un profundo vínculo entre nosotras. Habíamos compartido el devenir de nuestras vidas durante más de cuarenta años, conocíamos a nuestras familias y, junto a una copa de vino o un café, participábamos en magníficas conversaciones sobre el arte, la educación, la política o nuestra gran pasión por los viajes. De ti recibí importantes consejos para la vida que me han hecho ser la persona que soy. No eras dada a las muestras afectivas, pero sé que me querías tanto como yo a ti. Y como Dios no te dio hijos, me honra pensar que soy una parte de ese legado que formaste para prolongar la huella de tu paso por el mundo.
Tu andar era tan rápido como tu pensamiento. Con energía infinita te desplazabas por la vida en una carrera que parecía escatimarle cada segundo al tiempo. Siempre tenías un nuevo proyecto bajo la manga, un nuevo reto que te animaba a crecer ante las dificultades y a moverte al ritmo de las épocas. Enviudaste un par de años antes que yo, y aunque sé del dolor que significó la pérdida de tu amado José Manuel, al poco tiempo te rehiciste. Te mudaste a un lindo apartamento cerca del bosque, cuyo clima te permitía cultivar preciosas orquídeas. Cuando me tocó a mí enfrentar la viudez me diste ánimo, y tu fortaleza y optimismo me sirvieron, una vez más, de inspiración para reinventarme. Un poco antes de la pandemia estabas en Madrid, aprendiendo redes sociales, y entre risas, como quien admite una travesura a destiempo, me contabas aquella experiencia en la que tus jóvenes compañeros de clases se admiraban del espíritu de esa señora mayor que había venido desde tan lejos a aprender algo que a su edad resultaba impensable.
Tuviste una buena vida. Viajaste mucho. Conociste gente interesante. Participaste en proyectos maravillosos al servicio de grandes causas. Aprendiste todo lo que pudiste. Tuviste un buen matrimonio y una carrera exitosa. Sin embargo, sé que aún te quedaba mucho por hacer. Estabas en medio de un proyecto importante. Planeabas un viaje apenas salieras de los estragos del Covid. Cuando te enfermaste me dijiste que, gracias a Dios, estabas vacunada y sabías que saldrías pronto de eso. No puedo imaginar lo que fueron para ti tantos días de aislamiento y reposo. El silencio obligado y el no hacer nada no eran compatibles contigo.
La vida te quedó corta. Quizás está hecha a la medida de lo que pueden dar las personas promedio y tú, estabas fuera de rango. Cien años no te hubieran alcanzado. Dejas pura vida en este plano.
En mi alma y en mi corazón no caben la gratitud por todo lo que me diste. No sé si descansar en paz es un buen destino para ti, porque así no imagino tu felicidad. Quiero pensar que para este momento ya le habrás contado al Señor que las cosas por aquí no van nada bien, y que Él tiene que tomar cartas en el asunto. Quiero pensar que a estas alturas ya estás armando un proyecto para mejorar la situación de los mortales y estás instruyendo a un grupo de ángeles porque no hay tiempo que perder. Ese va a ser un equipo extraordinario, y cuando yo llegue, sé que en él habrá un puesto para mí.
Cuenta conmigo, Maestra.
Caracas, 29 de agosto de 2021