Para Matti

Como tu papi, naciste antes de tiempo, como con prisa para venir al mundo. Y como tu papi, llegaste bajo el signo de Géminis. Este signo está regido por el planeta Mercurio y asociado al arquetipo de Hermes, el mensajero del Olimpo con los pies alados, el que servía a la comunicación entre los dioses y los hombres, el que podía viajar al inframundo y regresar ileso.  No solo te adelantaste a tu tiempo, sino que nos diste un susto inmenso. Dos meses en terapia intensiva y allí, todas las complicaciones posibles. Nos encomendamos a San Antonio porque ese es tu segundo nombre y, tu nonna Pina se encontró una estatua inmensa del santo en la entrada de Puerto La Cruz, y resultó que la estaban inaugurando en una fecha que coincidía con tu llegada al mundo. En esos días también se repetían en las misas dominicales los evangelios según San Mateo. Para nosotros, que vivíamos en la zozobra de verte luchar por tu vida, aquellas eran señales de Dios que nos daban esperanza y nos decían que todo iba a estar bien. Gracias, Matti, por resistir.

Dos meses después, y bajo todos los cuidados, llegaste a tu hogar. Al principio no podíamos tocarte y solo entrábamos a tu cuarto con mascarilla. Pero era maravilloso verte en tu cuna rodeado de tus papás, que habían quedado agotados con el maratón de tu internado. Olivia decía que no nos podíamos acercar porque eras alérgico a los besos. Lo decía un poco por celos, pero también a su manera repetía lo que escuchaba a su alrededor: eras un niño delicado. Gracias, Matti, por vivir.

Y así pasaron uno, dos, tres, cinco, siete, nueve meses. Cada día eras un bebé más grande y saludable. Ahora podíamos cargarte y jugar contigo y tú eras el bebé más feliz de la tierra. Siempre estabas de buen humor y era muy fácil hacerte reír. Entonces y ahora, damos gracias a Dios por el milagro de tu vida. Y también, porque tu llegada cerró un trayecto de experiencias difíciles que nos había tocado vivir como familia. Así como Hermes, bajaste al inframundo para regresar más fuerte y poderoso y, nos ungiste a los mortales con el bálsamo de tu risa fácil y la dulzura de tu mirada bondadosa. Gracias, Matti, por traer paz.

Dentro de pocos días cumples un año. Eres un bebé hermoso y el más simpático que se puede soñar. Tu mami dice que has perdido la ropa y hay que comprarte talla 2. Ya balbuceas palabritas y espero que “abu” esté entre tus primeras palabras jajaja. También te paras solito y pronto te veré dar los primeros pasitos.

Gracias, Matti, por regalarme otro pedacito de felicidad. Por ser el hijo varón de papi y mami, el que hará permanecer el apellido de papá y del abuelito del cielo que no tuvo la dicha de conocerte. El que lleva la bendición de San Antonio, que es también el nombre de tu nonno. El que será el gran amor de mamá y su más grande admirador, aunque ella aún no esté segura. El hermanito de Olivia, que será también su protector, aunque ella se oponga. Y, sobre todo, gracias por ser mi nieto y ayudarme a escribir el segundo capítulo de este trecho de mi vida, camino a la trascendencia.  

Abu Eli

La Emperatriz

En el Tarot, la Emperatriz encarna el arquetipo de la feminidad. Nuestra cultura nos ha hecho creer que, para ganarnos un lugar dentro de ella, tenemos que parecernos a los hombres. Paradójicamente, también nos ha vendido la idea de que madre y mujer son sinónimos y que sin la maternidad no somos mujeres completas. Sin embargo, en esa figura que es el arcano número 3, cómodamente sentada en medio de la naturaleza, coronada de estrellas y adornada con flores de granada, nada parece hablar de masculinidad. Tampoco de maternidad. Creación, belleza, abundancia, nutrición, eso sí.

Dice Maureen Murdock que en nuestro mundo androcéntrico las mujeres descubren, más temprano que tarde, que solo son recompensadas cuando se muestran al mundo bajo el prisma masculino. Es entonces cuando, inconscientemente, comenzamos a rechazar nuestra energía femenina porque nos autoconvencemos de que nos hace débiles para competir codo a codo con los hombres. La inteligencia lógica, la estructura, el prestigio social y las ganancias económicas son recompensadas en el universo masculino, entonces, nos abrazamos intensamente a nuestra energía yan y nuestro animus, y empezamos una carrera sin freno en la que dejamos en el camino nuestra verdadera identidad femenina. En la medida en que las mujeres nos midamos a nosotras mismas por los patrones del hombre, nos encontraremos insuficientes o carentes de las cualidades que nos han hecho creer que la sociedad valora. Entre mis pacientes, veo todos los días mujeres entre los 30 y los 40 años que se autodiagnostican con el “síndrome del impostor” porque sienten que lo que hacen nunca está a la altura, nunca está perfecto, siempre puede estar mejor. Son tiranas de sí mismas y trabajan muchas horas diarias. Duermen poco y se divierten menos. Son críticas con sus parejas, especialmente si éstas han tenido menos éxito y prestigio del que ella esperan. En la medida en que estas mujeres han tenido madres que, según el prisma social, son vistas como débiles, dependientes, pasivas, manipuladoras y carentes de poder, rechazan con más fuerza el modelo femenino. Y si, además, la figura paterna ha estado presente y las ha impulsado a educarse y ser libres, el rechazo de lo femenino termina de completarse. “Quiero ser como papá y no como mamá”, es el pensamiento que subyace, de manera inconsciente, en la mente femenina que pretende, paradójicamente, liberarse del mundo patriarcal. Surgen entonces las Ateneas y las Artemisas oscuras, cuyo poder arquetipal es capaz de borrar de un plumazo la fuerza femenina de Afrodita o la sabiduría interior de Hestia.

Sin embargo, independientemente del éxito que consiga en el mundo material, seguirá sintiéndose minusvalorada y sobrecargada. Y, llegada la madurez, empezará a cuestionarse por qué no es feliz y qué ha sucedido con su verdadera esencia y su ser femenino.

No escapan del mismo destino las mujeres que no logran la “separación” de la madre, que debe ocurrir en el inicio del viaje de cada heroína. Una figura paterna débil o ausente y una madre dominante pueden crear en las hijas el “ideal” de la madre fuerte, que puede con todo, que no necesita de un hombre porque ella sola puede ser “papá y mamá”. Obviamente, no lo necesita porque ella misma ha constelado al arquetipo masculino y ha privilegiado su animus sobre su ánima. Sin embargo, no es consciente de que ella puede ser una gran madre, pero jamás podrá ser un padre. Esta tergiversación de roles abunda en nuestra sociedad en donde es común la ausencia paterna. Estas mujeres pueden llegar a sufrir mucho en la madurez y en la vejez, cuando pierden el control sobre la familia. Han hecho de la maternidad el propósito de su vida y han enterrado a Venus en la profunda oscuridad del Hades.  Igual que las anteriores, han perdido el contacto con su esencia femenina y no saben dónde hallar el auténtico propósito de su existencia.

El Emperador es el rector de nuestra psique. “Estamos escindidos de nuestra parte femenina y creativa, nuestra mente racional la desvaloriza y la ignora, al negarnos a escuchar nuestra intuición, nuestros sentimientos, la sabiduría de lo profundo de nuestro cuerpo”, dice Maureen Murdock. Sentimos la tristeza y la soledad, sin darnos cuenta de que esos sentimientos son el fruto de un desequilibrio de nuestra propia naturaleza. Siempre vamos a necesitar de la energía del Emperador, pero no podemos ser el Emperador. Somos la Emperatriz, y desde ese trono, podemos descubrir y reconocer nuestra verdadera fuerza, nuestro verdadero poder.

Como heroínas de este tiempo debemos romper con las ataduras del ego. Liberarnos de los resentimientos hacia nuestra madre y dejar de culpabilizar o idealizar al padre para enfrentarnos a nuestra propia oscuridad. Podemos ser madres o podemos poner nuestra fuerza creativa y protectora al servicio de otra causa.  La mujer tiene el poder de iluminar los espacios interiores de sombra a través del contacto con la naturaleza, la meditación, el arte en cualquiera de sus expresiones, el ritual, el juego y las relaciones humanas. Debe desarrollar una relación positiva con el hombre que habita en su corazón y hallar la voz de su mujer sabia para sanar su alejamiento de lo femenino sagrado. Al honrar su cuerpo y su alma, así como su mente, cura la brecha que existe entre ella misma y la cultura, entre el ánima y el animus, entre el ying y el yang. No hay camino a la conciencia que no pase por el equilibrio y la integración.

Y no hay mejor cierre para esta reflexión que el texto que escribe Maureen Murdock para cerrar su libro Ser mujer, un viaje heroico.

“Las mujeres somos tejedoras, nos tejemos con hombres, niños y unas con otras para proteger la tela de la vida

Las mujeres somos creadoras, damos a luz a nuestros pequeños y a los hijos de nuestros sueños

Las mujeres somos sanadoras, conocemos los secretos del cuerpo, de la sangre y del espíritu porque son uno y el mismo

Las mujeres somos amantes, nos abrazamos con gozo unas a otras, a los hombres, a los niños, a los animales y árboles, escuchando con nuestros corazones sus triunfos y sus penas

Las mujeres somos protectoras del alma de la tierra, sacamos la oscuridad de su escondite y honramos los reinos invisibles

Las mujeres somos buceadoras, nos sumergimos en los Misterios donde nos encontramos seguras, maravilladas y plenas de nueva vida

La respuesta siempre está en la Emperatriz.

Arriesgarse a amar

Cuando nos conocimos, mi esposo y yo teníamos 24 años y estábamos muy lejos de la madurez emocional y la evolución espiritual. Yo me acababa de graduar de la universidad y él estudiaba y trabajaba desde muy joven. Sin embargo, nos enamoramos perdidamente. Aquella relación parecía tener todo para no durar. Yo me iba al exterior y estaba en otra relación y él parecía estar lejos de buscar un compromiso formal. Él era árabe, y eso aterraba a mi papá. Yo, era una chica muy liberal para el gusto de su mamá. Sin embargo, asumimos el riesgo de vivir aquel amor. Cuando yo me fui teníamos solo dos meses de conocernos, pero eso era suficiente para saber que nuestros valores estaban alineados. Esa era la base de todo. El resto, no estaba bajo nuestro control y había que asumir por igual las consecuencias del éxito o del fracaso

Me llama la atención el modo en que algunas personas hablan hoy en las redes sociales acerca de lo que deben ser el amor y la pareja. Pareciera que la gente tiene que hacer un trabajo profundo de autoconocimiento antes de arriesgarse a amar, que todo debe estar bajo control, que ante el menor signo de inmadurez emocional hay que salir corriendo, que ya no se puede pelear ni discutir, que la pareja tiene que ser un modelo de responsabilidad, madurez y elevación espiritual. Me perdonan aquí los consejeros de parejas, pero yo digo: ¡qué aburrimiento! ¡Yo no hubiera soportado una relación tan estable y perfecta a los 24 años! El amor es riesgo, pasión y entrega. Y lo único que veo claro después de leer, ver y escuchar tantas cosas acerca del amor,  es el miedo a perder el control,  es el miedo al dolor.

Claro que en una pareja debe haber condiciones no negociables como el respeto, la fidelidad, los hijos. Valores que, si no son compartidos desde el inicio, conducen al fracaso. Eso, y la decisión personal de cada uno de poner lo mejor de sí mismo para que esa relación funcione. El amor no “fluye” solo, el amor es un trabajo y hay que alimentarlo y cuidarlo para que florezca. El amor a largo plazo es una decisión personal. Sin embargo, nada de eso nos promete salvarnos del dolor. Somos humanos y podemos cambiar. Podemos traicionar o pueden traicionarnos, o podemos, simplemente, dejar de amar. Somos imperfectos e impredecibles. Pero nunca el miedo al dolor debe ser un freno para arriesgarnos a amar.

Nos casamos un año después de conocernos y de haber mantenido una relación a distancia. Largas llamadas telefónicas, cartas y visitas breves mantuvieron viva la llama, aunque muy poco sabíamos quién era el otro en su mundo ordinario, en la vida real. Cuando dije a mis amigos del posgrado que me iba a casar, una querida profesora de Literatura, con su marcado acento argentino, me dijo una frase que hasta entonces yo no había escuchado: “más vale intentar y fracasar que nunca intentar”. Estábamos llenos de miedo el día que fuimos solos al Ayuntamiento de aquella pequeña ciudad norteamericana donde yo estudiaba, y dijimos sí frente a una juez feminista y dos secretarias que actuaron como testigos.

Nunca me arrepentí de haberme arriesgado. Sé que pudo haber salido mal, pero salió bien, o mejor aún, ambos nos esforzamos porque saliera bien. Estuvimos juntos casi 40 años y enamorados hasta el último día. Tuvimos altibajos, crisis y peleas, aunque nunca dejamos de estar de acuerdo en las cosas importantes. No siempre logramos sacar lo mejor de cada uno, pero nunca dejamos de intentarlo. Aprendimos que eso que tú estás dispuesto a demostrar y a entregar tiene que ser compatible con lo que el otro necesita para sentirse amado. Y que, si alguien debe cambiar algo para que la relación crezca, ese eres tú, porque nunca podrás cambiar a nadie. Crecimos, evolucionamos, maduramos juntos. Creo que de eso se trata la pareja. No de ser perfectos para llegar a una relación perfecta, sino de aceptar el compromiso y el trabajo que significa amar a largo plazo con nuestras imperfecciones.

Primero de enero

Un primero de enero mi madre me trajo al mundo. A ella le empezaron los dolores de parto el 31 de diciembre. En la clínica, veía pasar las horas, y su mayor angustia era empezar el año nuevo hospitalizada. Mi madre era muy aprensiva, y creía firmemente que el lugar, la compañía y el estado de ánimo con que uno recibiera el año nuevo, marcaría el resto del año. Así que como el médico le dijo que yo no tenía ninguna prisa en nacer y que seguramente me demoraría hasta el día siguiente, a las 11 de la noche le pidió a mi padre que salieran de la clínica y esperaran el año fuera de allí. Como lo que había más cerca era un cine, pues allá se fueron los dos. Nunca pregunté qué película vieron , es bastante probable que ninguno de los dos se acordara, y pienso que entre los dolores de parto y la emoción de la nueva etapa, muy poco les importaba en ese momento lo que pasaba en la pantalla. Bastaba con estar juntos esperando mi llegada, con la certeza de que pasar las 12 de la noche en un lugar más amable, presagiaba un mejor futuro para la nueva familia de tres.

Nací el 1 de enero a las 2 de la tarde. La luna estaba en Virgo y el signo de Tauro marcó mi ascendente. Tres signos de tierra y el nacimiento por cesárea conformaron la energía con la que vine al mundo. Solo en mi vida adulta y luego de acercarme al lenguaje de los astros, comprendí algunos aspectos de mi ser que no lograba descifrar. Todo esto, más el ADN familiar , que no solo deja su huella en el cuerpo físico sino también en las emociones y en el alma, constituyen la base de nuestro temperamento y manera de mirar la vida. Luego, la familia y la sociedad se encargan de poner su parte.

En mis sesiones de terapia , cuando llegamos a este punto, se genera siempre la misma pregunta: es posible «superar» toda estas poderosas energías que parecen conducir nuestras vidas y actuar por su cuenta? Entonces aparece un rayito de luz: no hay que «superar» nada, no hay que ignorar, despreciar, anular nada de lo que somos. Hay que reconocer e integrar. Hay que abrazar cada pedacito nuestro con el mismo amor. Somos únicos, originales e irrepetibles. Dios nos dio un espíritu que es libre para elegir lo mejor en cada circunstancia, por adversa que parezca. En esa alma que nos hace únicos, cabe todo lo que somos . No se trata de borrar la sombra, sino de ser capaces de buscar siempre la luz.

Vivir en la paradoja

Comienza un nuevo año y con él, renace la esperanza. Tal vez este año sea mejor. Revisamos las viejas agendas y nos damos cuenta de que nos quedó mucho por hacer. El mundo, definitivamente, no colabora con nuestros planes. Los dos años de pandemia nos han dejado en una especie de tiempo suspendido, en una suerte de imagen congelada, de acción inconclusa.

Llega a nuestras manos el nuevo calendario, la agenda del flamante 2022. Está en vacía. La contemplamos con esperanza y miedo. 365 páginas en blanco que son un reto. Hacemos el check list del año viejo y nos preguntamos si será bueno retomar aquel proyecto no culminado o dejarlo de lado y empezar otro desde cero. Dudamos de la posibilidad de cumplir aquella meta que había quedado excluida por la pandemia, de hacer realidad el encuentro con aquella persona, de consumar el abrazo a ese sueño postergado. Las noticias del mundo parecen confirmarnos que, en nuestro entorno, poco o nada cambiará. Sin embargo, la primera semana de enero es muy temprano para dejar entrar la desesperanza.

En estos días escuché una charla de Eric Corbera titulada Aprender a vivir en la paradoja. Según la Real Academia Española, paradoja significa “un hecho o expresión contario a la lógica”. Así, una expresión paradójica puede ser “nacer para vivir muriendo”. Corbera propone asumir la vida como paradoja, pues solamente entendiendo la existencia bajo esta forma podemos integrar la luz y la sombra, la esperanza y la desesperanza, la alegría y la tristeza, pues en la totalidad de nuestro ser, ambos extremos tienen cabida y no pueden existir en paz el uno sin la aceptación del otro.

Yo ya llevo algún tiempo aceptando la paradoja de la vida, aún sin haberle puesto ese nombre. He aprendido que puedo abrazar sueños, aceptando mis propias limitaciones y las que me impone el mundo. Puedo escribir planes y propósitos en mi agenda, consciente de que realizarlos dependerá de muchos factores que no puedo controlar. Puedo proponerme ser más amable o más feliz, sabiendo que vendrán momentos oscuros en los que seré menos amable y menos feliz. Me propongo ser mejor sin la certeza de poder serlo, me propongo cambiar el mundo aún estando segura de que no lo puedo cambiar.

Entonces, no escribas tus proyectos y propósitos con tinta indeleble. El mundo no es estable y menos lo es la vida. Puedes proponerte metas inmensas con la seguridad de que eres capaz de alcanzarlas, pero sin olvidar que no siempre llegarán en el tiempo o en el lugar que esperas, y a veces, inclusive, se presentarán bajo otra forma. Tal vez tú mismo encuentres una misión que no hubieras descubierto si aquel otro proyecto se hubiera realizado de acuerdo con tus planes. O tal vez lo que hoy te parece una meta importante, a mitad de año haya perdido relevancia.  Vivir en la paradoja es aprender a balancear los opuestos y las polaridades del universo y de nuestra propia naturaleza, es aprender a conocernos, integrarnos y acercarnos a la totalidad de nuestra esencia.  

Que en el año nuevo tu propósito más importante seas tú mismo.

¿Cuánto es mucho tiempo?

He pasado cuatro Navidades conviviendo con el duelo. Sí, ya sé, eso puede parecer mucho tiempo.

Una amiga que vive un proceso similar dice que cada año, al llegar noviembre, quisiera tener un pase libre que la transportara hasta el 10 de enero. Yo también .

Por más que te empeñes en creer que esta vez todo va a estar bien, que el tiempo pasa y borra, por más que hayas leído, pensado, meditado, trabajado sobre el tema del dolor y la pérdida, en esta etapa del año aflora la nostalgia, y la herida vuelve a sangrar. La silla vacía, el eco de una risa, la palabra que te alcanza por azar, el deseo que ya no se va a cumplir, el regalo que no tendrás que comprar… y esa tristeza que creías casi superada te vuelve a arrastrar al fondo denso de una oscuridad que te asfixia.

 Entonces, dejas salir la tristeza, vuelves a tu centro, y reencuentras el regalo escondido, camuflado entre las ramas de pino y el musgo del pesebre: el dolor de la pérdida solo puede existir cuando hemos amado. Y ¿cómo no celebrar el haber amado?

El proceso del luto es un viaje laberíntico y enigmático. No es lineal. Sus implicaciones no son solo emocionales y personales, también son físicas, sociales, económicas, espirituales y existenciales. Afectan la vida entera, puesto que debes reinventar los modos de enfrentar la “nueva normalidad” y el entorno social que te envuelve. De todo lo anterior, esto último puede ser lo más difícil.

Cuesta aprender a aceptar que la vida no será igual, nunca más. Y a partir de esa certeza, emprender un viaje interior para confrontar el dolor y el vacío de la pérdida. No se puede huir de ese vacío. No pretendas distraerte con actividades sociales o trabajando veinticuatro horas. Solo estarás poniendo vendas en una herida que no dejarás cicatrizar. Es el momento de pensar en cuidar de ti, en mirarte al espejo y preguntarte cada mañana: “Hoy, qué quiero y qué puedo hacer por mí?»

El luto es un proceso natural, sagrado y personal. Y tienes derecho a afrontarlo a tu manera. No aceptes que nadie te diga cómo vivirlo o cuánto debe durar.

En un mundo en que la felicidad se vende en las redes y la tristeza se ha convertido en “políticamente incorrecta”, seremos inmediatamente invitados a dejar el dolor, como si éste se pudiera esconder bajo la almohada por un rato, y a “tratar de distraernos”. No. No. No funciona así. El dolor no va a dejar de acecharte. En algún momento vas a estar solo, y entonces te saltará encima.  No te dará tregua, a menos que lo enfrentes. A menos que lo aceptes en una convivencia pacífica en la que tienes mucho que aprender

Durante el duelo, mis mejores momentos han sido los compartidos con familia o amigos entrañables, los que me han regalado los nuevos aprendizajes de crecimiento interior, y los que he pasado sola en casa, con una copa de vino, escribiendo o viendo una buena película en televisión. Ya no me gustan las grandes fiestas, ni la música a todo volumen, ni sentirme obligada a la sonrisa cortés. Me respeto.

Nada me obliga a ir donde no quiero

Nada me obliga a hacer lo que no quiero

Nada me obliga a estar con quien no quiero

Puedo llorar, si así lo quiero. Pero también puedo reír o bailar

Puedo donar las pertenencias de mi amado. O puedo guardarlas para siempre

Puedo releer sus cartas de amor. O puedo quemarlas y ofrecerlas al Universo

Puedo agradecer a Dios por la nueva persona que soy. O puedo reclamarle mi tristeza

El paso por el luto me ha mostrado la soledad como libertad y como medio de encuentro conmigo

Que nadie te juzgue, o que poco te importe.  

Cuando tropiezas con la muerte, dejas de temerle. Y también dejas de temerle al mundo. Miras hacia adentro para hallar tu verdadero sentido y trascendencia. Si te lo permites, es un nuevo comienzo. 

Y cuando la brisa decembrina traiga su recuerdo con aroma a pino, enciende una vela. Pon flores en el jarrón junto a su retrato. Escríbele una carta. Reza una oración. Escucha aquella canción. Tómate una copa de vino en su nombre. Ponle un lugar en la mesa.

Y recuerda que no existiría el dolor, si no hubieras amado.

Bajo el signo de Escorpio

Noviembre es un mes difícil. Es el mes de Escorpio, el octavo signo del zodíaco, representado por el escorpión que simboliza lo secreto, la transformación profunda, la transmutación de viejas energías y los cambios internos. Su regente es Plutón, el planeta que se relaciona con las fuerzas ocultas de la vida y representa el renacimiento que sobreviene después de la destrucción. Es el planeta de los extremos. Conecta con lo oscuro y lo profundo, pero también con lo creativo y regenerador. En el tarot, Escorpio se asocia con el arcano número XIII, conocido como La muerte. El paso por el arcano XIII habla de un proceso de transformación que labra el ego y lo doma.

Noviembre es el mes en que cada año revivo la partida de mi esposo, quien, además, era ascendente Escorpio. Es el mes en que me conecto con la oscuridad y el duelo, pero también es el mes que me regaló a la primera descendiente de una nueva generación de la familia. Un mar de sentimientos confusos se entremezclan con mis tres signos de tierra, pero al final, me entrego a la intensidad escorpiana para que fluya como un río y me bautice con agua nueva.

El agua nueva tiene los nombres de Martina, de Olivia y muy pronto, también tendrá el nombre de Victoria. Tengo dos sobrinas nietas escorpianas, descendientes de madre y abuela, también escorpianas. Olivia, mi Olivia, nació bajo el signo de Cáncer, que también corresponde al elemento agua.  Y como yo no creo en casualidades, hoy entiendo que tengo mucho que aprender de las propiedades del agua. Escorpio ha estado presente en mi vida como espejo y como maestro. Me ha señalado lo oscuro y lo que me he negado a ver, pero también me ha mostrado que es posible renacer.

Todo comienza y termina, y todo continúa siempre en formas similares y a la vez distintas. Solo cambian los lugares y los tiempos. Martina fue la primera de una nueva generación familiar. Y nosotros, inmigrantes o hijos de inmigrantes, pensamos que los hijos de nuestros hijos nacidos en esta tierra, también serían venezolanos. Pero no fue así.  Martina llegó al mundo en la Madre Patria donde, seguramente, vivió algún tatarabuelo. Allí nacerá, muy pronto, Victoria. Y me pongo a pensar que es la vuelta al origen y al mismo tiempo, la continuación.  El Universo sigue empecinado en demostrarnos que la rueda de la fortuna no se atiene a los planes ni a los deseos. Y que este mundo que vivimos no se parece en nada al que vivieron nuestros padres y mucho menos al de nuestros abuelos.

Todo cambia continuamente. Como el agua.

Hace poco tiempo escribí sobre la “modernidad líquida”.  La liquidez de Bauman aplica a todo. Al trabajo, a las relaciones, y por supuesto, al sentido de nacionalidad y de patria.  En un mundo globalizado las fronteras se desdibujan, y por más que a veces duela, la decisión de abandonar el lugar de origen ha dejado de parecer una idea descabellada. La búsqueda de lo que hoy entendemos por calidad de vida, es el motor que impulsa nuestra barca en dirección a nuevos destinos. La postmodernidad nos dice que hay que fluir y salir de la “zona de confort”, aunque esta no tenga confort en lo absoluto. Definitivamente, el mundo ha dejado de ser sólido y todo lo perdurable se va quedando en el tiempo.

Aunque para los venezolanos el tema de la migración es particularmente doloroso porque lo sentimos en carne propia, el planeta entero está lleno de migrantes que traspasan fronteras y atraviesan mares. La familia de hoy día tiene muy poco en común con la familia tradicional en la que probablemente crecimos. Y mi generación, que sobrevive entre la idea de tradición y arraigo sembrada por nuestros padres y la necesidad de movilidad y cambio de nuestros hijos, ha debido aprender las nuevas reglas del juego.

Crecimos con el sueño de la casa llena, las reuniones dominicales y los nietos corriendo en el jardín. Pero hay que asumir que este mundo es otro. Que la vida de hoy es volátil aquí y en todas partes y que se trata de aceptar el viaje como viene y no como queremos que sea. Fuimos educados para un mundo estable que ya no existe, y cuanto antes lo aceptemos, más rápido estaremos dispuestos a aprender a vivir en él.

Las familias de nuestros días son satelitales. Como las células, se dividen, pero luego se multiplican y crean infinitas células más.  Esas nuevas células pueden hallarse en cualquier parte del cuerpo, no importa si pertenecen a órganos distintos. Todas ellas constituyen un tejido que es necesario en su conjunto, para que la vida sea posible.

En el teléfono veo a Martina y la puedo escuchar. Recuerdo que mis padres se comunicaban con cartas que el correo tardaba semanas o meses en entregar. No podían ver a los suyos en la distancia.  Entiendo que soy privilegiada. La tecnología me permite conocer a alguien que vive muy lejos. Y observo que todos los tiempos y todas las épocas contienen lo bueno y lo malo porque esa es la naturaleza humana. Que a veces nos aferramos a sueños que soñaron algunos antes que nosotros, sin darnos cuenta de que los nuestros pueden ser otros, si les permitimos entrar.  Nos rodean, por igual, la muerte y la resurrección.

Vuelvo a pensar en la célula e imagino a mi familia dividida, creciendo, multiplicándose en el mundo.  Hermanos y primos que tal vez no crezcan juntos, descubrirán nuevos modos de encontrarse y de quererse. Porque lejos o cerca, lo importante es hallar la manera de no romper el tejido que nos une. 

Martina. Olivia. Victoria.

El renacimiento. La esperanza. La continuación.

El ciclo de la vida es como el agua

La Rueda de la Fortuna

Cualquiera que no esté familiarizado con los significados arquetípicos del Tarot, suele asociar este arcano con el dinero o con la suerte. La verdad es que a mi esta carta me resultaba un poco amenazadora, y lo más curioso, es que cada vez que alguna amiga tarotista me hacía una tirada, se presentaba el famoso arcano como respuesta a cualquier cosa. Cuando aprendí Tarot terapéutico, entendí el porqué.

Hay tres arcanos mayores en el Tarot que significan cambio: el arcano número XVI, La Torre, del que les hablé en un artículo reciente, el arcano número XIII, La muerte, y el número X, que precede a los otros dos:  la Rueda de la Fortuna. Mientras La muerte y La torre nos hablan de transformaciones profundas, La rueda de la fortuna representa la movilidad inexorable de la vida. Nos recuerda, simplemente, que somos vulnerables. En algunas barajas está representada por una rueca, ese instrumento medieval relacionado con la feminidad con el cual las mujeres tejían telas e historias que podían conducirlas a la hoguera. En otras barajas, la rueda semeja más bien el timón de un barco, la rosa de los vientos. Sobre esa rueda aparecen figuras en movimiento que simbolizan las fuerzas humanas que se ponen en juego continuamente en cada decisión de nuestra existencia. Me gusta interpretarla así: el timón del barco. A veces nos toca navegar sobre un mar embravecido y puede parecernos que, momentáneamente, perdemos control de nuestro destino.  Pero el timón sigue estando en nuestras manos, sigue siendo nuestro. 

La rueda de la fortuna es la vulnerabilidad, la pérdida, el cambio permanente que es inherente a la vida. Un día estamos en la cúspide, la rueda gira, y en un segundo tocamos fondo. La rueda es la incertidumbre. Pero también es la certeza de que el timón está en nuestro poder y podemos decidir, con un nuevo giro, llegar salvos a puerto.

Ya no le temo al arcano X, en consecuencia, ya no me acecha. Ninguna carta del Tarot es una amenaza o una predicción inexorable. Los arcanos son fuerzas arquetípicas que nos sirven de espejo para “darnos cuenta” de donde estamos y a donde vamos. Yo los uso como herramienta de autoconocimiento y para potenciar mi intuición. Y tú, ¿ sabes cómo usar a tu favor el poder del Tarot?

VIVIR EN LA TORRE

El Arcano número XVI del tarot se llama La Torre.

La carta muestra el destello de un relámpago que impacta sobre una torre. Sobre el fondo oscuro, se esparce un humo gris producto de las llamas. Mientras, una enorme corona dorada cerrada en la parte superior, como ignorando poder alguno por encima de sí misma, cae desde la cúspide. Por las angostas ventanas saltan al vacío dos personas, cabeza abajo. Una de ellas extiende sus manos hacia delante tratando de prevenir la caída, mientras la otra parece no hacer ningún esfuerzo por eludir el inevitable golpe contra el suelo.

Nunca he sido tentada por ninguna de las formas de leer el futuro, sin embargo, en la medida que he envejecido y se han presentado ante mí preguntas trascendentales con respecto a la vida y a la muerte, han aparecido, por sincronicidad o serendipia, la astrología, el tarot, y otras herramientas similares, que para algunos iniciados ofrecen respuestas y guías. Como desde hace muchos años soy seguidora de Jung, no me fue difícil descubrir que todas esas predicciones y señales mágicas que no entendemos por la vía del intelecto, no proceden de otros mundos, sino que son las fuerzas arquetípicas que habitan en nuestro profundo, intenso y extraordinario inconsciente.

Pero el objetivo de este artículo no es el tarot ni el inconsciente. Es esa carta de enorme significado que se llama La Torre, y ante la cual, algún desprevenido consultante del tarot, puede entrar en pánico.

¿Cuántos años de nuestra vida hemos pasado encerrados en la Torre? A veces la torre es nuestra, la hemos construido nosotros solitos como una fortaleza elevada que nos protege del mundo. A veces la torre es el ego que crece y se empina, ciego y sin ventanas, mientras nos acomodamos la corona con la convicción de que todo está bajo control. Y otras veces, las peores,  la torre que habitamos ni siquiera es nuestra. Vivimos presos en la torre de otro, y no nos damos por enterados.

Lo que no es posible es vivir para siempre en la torre. Un día, el menos esperado, impacta el rayo, se produce el incendio, llega el caos…y tienes que saltar. Cuando saltas, mientras vas cayendo al vacío, pasa la vida ante tus ojos, y en una epifanía descubres que la torre no te protege, que lo que guardas en ella se desvanece y que la hermosa corona dorada está a punto de hacerse añicos.  El trono de las certezas es solo un capricho del ego que no tiene posibilidad en la vida real.

Cuando escucho últimamente hablar con tanta frecuencia sobre la incertidumbre, como si esa palabra fuera un término nuevo en nuestro vocabulario, pienso en cuan poderoso es el ego y con cuanta fuerza se ha inculcado en la mente de los hombres la absurda idea de que tiene poder para controlarlo todo. Esta pandemia vino como ese rayo, a impactar nuestras torres para recordarnos que nuestra corona no es la más alta, y sin duda, no es la que más brilla.

La vida que conocemos está atada al espacio tiempo, y sobre esas dimensiones los seres humanos no tenemos poder.  

Si a duras penas puedo controlar lo que ocurre en mi habitación en este momento preciso, ¿ como puedo pretender controlar lo que pasa afuera, o lo que pasará mañana o dentro de un año?

No es posible encerrarnos en la torre con la vida, ella siempre sigue su curso, afuera, en el futuro, con o sin nosotros.

 La única posibilidad que tenemos es entender y aceptar nuestros límites, nuestra vulnerabilidad, y abrazar con fe la certeza absoluta que nos regala vivir sin certezas.

OLIVIA

Trascendencia es una palabra grande.

Cuando somos pequeños, resulta incomprensible.

En nuestra juventud,  parece innecesaria

Es en la madurez cuando comienza a tener sentido.

Algo nos revela de pronto que la vida es efímera y que nuestro futuro en el mundo se acorta, y por primera vez, volteamos a mirar el camino recorrido, tratando de descubrir si nuestros pasos han dejado alguna huella.

Y es que nadie quiere desaparecer por completo.  Dicen en esa hermosa película llamada Coco, que no morimos del todo mientras alguien nos recuerde en este plano. Y para seguir ese juego inconsciente de la perpetuidad, nos dedicamos a construir memorias, recuerdos, fotografías, y sobre todo, afectos.

La primera mitad de la existencia la dedicamos a sembrar el futuro.  Sembramos proyectos profesionales, relaciones, hogares, familias.  Y de pronto, nos sorprende la segunda mitad de la vida y la cosecha no parece tan frondosa, tan generosa ni tan colorida como habíamos imaginado.  ¿Qué tanto o qué tan poco he hecho durante mi estadía en este mundo?  Comenzamos a descubrir el verdadero significado de la gran palabra: trascendencia

Trascender es extenderse, difundirse, propagarse… puede hallarse en ese proyecto que culminamos, en el amor que entregamos, en la mano que extendimos, en la enseñanza que ofrecimos, en el tiempo que cedimos. Pero todas las formas de trascender tienen que ver con el amor, en cualquiera de sus múltiples expresiones. Del amor nacen los hijos y a ellos les pasamos el testigo de nuestra alma familiar para que se encarguen de extenderla más allá de nosotros. Solo que cuando nos convertimos en padres, somos demasiado jóvenes para alcanzar la visión de la propia mortalidad, para entender el “más allá de nosotros”.

Hace dos semanas, y habiendo aprendido bastante acerca de la finitud humana y las huellas que quiero dejar en esta vida, descubrí el sinónimo de la palabra trascendencia escondido en un nombre:

Olivia

Resulta natural aceptar que trajimos al mundo a nuestros hijos, pero parece casi un milagro mirar la continuación de la vida a partir de ellos.

Olivia. Esa pequeña, maravillosa criatura, es el relevo, la nueva receptora del testigo.

Un nieto es esperanza y luz.  Es certeza de la gracia Divina. Es la vida después de ti, más allá de ti.

Conocí a mis cuatro abuelos y de cada uno conservo una huella, una palabra imborrable, una mirada de amor infinito, una lección de vida. Memorias imborrables.

Trascender es ver el alma familiar perpetuada en el tiempo.

Olivia, nacida bajo el signo de Cáncer, el signo que abre las puertas a la luz del verano, trae con ella la fe, la fuerza espiritual, la sensibilidad, la intuición. Ella trae el calor a mi signo de invierno.

Olivia y yo construiremos las memorias, los recuerdos, las fotografías, el amor… sobre todo el amor.

Sé que mientras alguien nos recuerde en este plano, no nos vamos del todo.  Al menos eso dice Coco.

Yo tengo la certeza de que Olivia estará de acuerdo.