Hace unos días me tropecé con un video de Pilar Sordo. Con la chispa y el genio que la caracterizan, trataba dos temas complejos que parecen tatuados en la psique de nuestra cultura judeo cristiana. El primero, el pesimismo. El segundo, la culpa. Si vemos ambos conceptos en conjunto, entendemos que el primero es consecuencia del segundo. Dicho de otro modo, nos negamos el optimismo porque no nos sentimos merecedores de la felicidad terrenal.
Entre risas y asombro, escuchaba a Pilar Sordo rememorando las miles de veces que saboteé mi propia felicidad, y peor aún, la felicidad de los otros. En la absurda certeza de que somos “realistas” y “prácticos”, la mayor parte de las veces nos empeñamos en ver una nube oscura sobre cada día soleado, en abrigar, consciente o inconscientemente, la idea de que cada risa se paga con llanto y de que cada momento de felicidad está amenazado por el dolor. Habitando en el miedo, nos convencemos de que alguna extraña cábala evitará que algo malo nos pase si estamos siempre “prevenidos”, es decir, si somos “conscientes” de que el dolor está a la vuelta de la esquina, acechándonos, mientras accedemos a ser (un poco) felices.
Hace unos cuantos años, mientras esperaba el resultado de la biopsia de un quiste mamario, yo me sentía en absoluto pánico. Mi profesora de yoga me vio tan angustiada, que me llevó con un sacerdote carismático para que me impusiera las manos. Entre otras cosas, le dije al Padre que la vida me había dado tanto, que yo sentía que tenía que “pagar” algo. La fuerza espiritual que transmitía aquel hombre era poderosa, pero fue una frase lo que me marcó para siempre: “TODO ES GRATIS”
Mientras más se abre nuestra puerta a la felicidad, más nos encerramos en el temor a perderla. La posibilidad (incierta) de un mañana oscuro, puede empañar un presente luminoso. El miedo nos impide pensar que la alegría y la tristeza son en igual medida parte de esta vida, y que no hay nada que podamos hacer para cambiarlo. La felicidad llega y se va, así como llega y se va el dolor. Todo es impermanente. Todo es gratis. No puede haber culpa en vivir.
Cuando te llegue una alegría, vívela al máximo. No importa cuán breve sea, habrá valido la pena. Y cuando alguien te cuente un momento de máxima dicha, no cuestiones, no preguntes, no adviertas. Comparte esa dicha sin pensar en la amenaza tras la puerta. También le llegará su turno al dolor, y entonces, tocará dejarlo entrar, aceptarlo, porque a través de él también vivimos.