Noviembre es un mes difícil. Es el mes de Escorpio, el octavo signo del zodíaco, representado por el escorpión que simboliza lo secreto, la transformación profunda, la transmutación de viejas energías y los cambios internos. Su regente es Plutón, el planeta que se relaciona con las fuerzas ocultas de la vida y representa el renacimiento que sobreviene después de la destrucción. Es el planeta de los extremos. Conecta con lo oscuro y lo profundo, pero también con lo creativo y regenerador. En el tarot, Escorpio se asocia con el arcano número XIII, conocido como La muerte. El paso por el arcano XIII habla de un proceso de transformación que labra el ego y lo doma.
Noviembre es el mes en que cada año revivo la partida de mi esposo, quien, además, era ascendente Escorpio. Es el mes en que me conecto con la oscuridad y el duelo, pero también es el mes que me regaló a la primera descendiente de una nueva generación de la familia. Un mar de sentimientos confusos se entremezclan con mis tres signos de tierra, pero al final, me entrego a la intensidad escorpiana para que fluya como un río y me bautice con agua nueva.
El agua nueva tiene los nombres de Martina, de Olivia y muy pronto, también tendrá el nombre de Victoria. Tengo dos sobrinas nietas escorpianas, descendientes de madre y abuela, también escorpianas. Olivia, mi Olivia, nació bajo el signo de Cáncer, que también corresponde al elemento agua. Y como yo no creo en casualidades, hoy entiendo que tengo mucho que aprender de las propiedades del agua. Escorpio ha estado presente en mi vida como espejo y como maestro. Me ha señalado lo oscuro y lo que me he negado a ver, pero también me ha mostrado que es posible renacer.
Todo comienza y termina, y todo continúa siempre en formas similares y a la vez distintas. Solo cambian los lugares y los tiempos. Martina fue la primera de una nueva generación familiar. Y nosotros, inmigrantes o hijos de inmigrantes, pensamos que los hijos de nuestros hijos nacidos en esta tierra, también serían venezolanos. Pero no fue así. Martina llegó al mundo en la Madre Patria donde, seguramente, vivió algún tatarabuelo. Allí nacerá, muy pronto, Victoria. Y me pongo a pensar que es la vuelta al origen y al mismo tiempo, la continuación. El Universo sigue empecinado en demostrarnos que la rueda de la fortuna no se atiene a los planes ni a los deseos. Y que este mundo que vivimos no se parece en nada al que vivieron nuestros padres y mucho menos al de nuestros abuelos.
Todo cambia continuamente. Como el agua.
Hace poco tiempo escribí sobre la “modernidad líquida”. La liquidez de Bauman aplica a todo. Al trabajo, a las relaciones, y por supuesto, al sentido de nacionalidad y de patria. En un mundo globalizado las fronteras se desdibujan, y por más que a veces duela, la decisión de abandonar el lugar de origen ha dejado de parecer una idea descabellada. La búsqueda de lo que hoy entendemos por calidad de vida, es el motor que impulsa nuestra barca en dirección a nuevos destinos. La postmodernidad nos dice que hay que fluir y salir de la “zona de confort”, aunque esta no tenga confort en lo absoluto. Definitivamente, el mundo ha dejado de ser sólido y todo lo perdurable se va quedando en el tiempo.
Aunque para los venezolanos el tema de la migración es particularmente doloroso porque lo sentimos en carne propia, el planeta entero está lleno de migrantes que traspasan fronteras y atraviesan mares. La familia de hoy día tiene muy poco en común con la familia tradicional en la que probablemente crecimos. Y mi generación, que sobrevive entre la idea de tradición y arraigo sembrada por nuestros padres y la necesidad de movilidad y cambio de nuestros hijos, ha debido aprender las nuevas reglas del juego.
Crecimos con el sueño de la casa llena, las reuniones dominicales y los nietos corriendo en el jardín. Pero hay que asumir que este mundo es otro. Que la vida de hoy es volátil aquí y en todas partes y que se trata de aceptar el viaje como viene y no como queremos que sea. Fuimos educados para un mundo estable que ya no existe, y cuanto antes lo aceptemos, más rápido estaremos dispuestos a aprender a vivir en él.
Las familias de nuestros días son satelitales. Como las células, se dividen, pero luego se multiplican y crean infinitas células más. Esas nuevas células pueden hallarse en cualquier parte del cuerpo, no importa si pertenecen a órganos distintos. Todas ellas constituyen un tejido que es necesario en su conjunto, para que la vida sea posible.
En el teléfono veo a Martina y la puedo escuchar. Recuerdo que mis padres se comunicaban con cartas que el correo tardaba semanas o meses en entregar. No podían ver a los suyos en la distancia. Entiendo que soy privilegiada. La tecnología me permite conocer a alguien que vive muy lejos. Y observo que todos los tiempos y todas las épocas contienen lo bueno y lo malo porque esa es la naturaleza humana. Que a veces nos aferramos a sueños que soñaron algunos antes que nosotros, sin darnos cuenta de que los nuestros pueden ser otros, si les permitimos entrar. Nos rodean, por igual, la muerte y la resurrección.
Vuelvo a pensar en la célula e imagino a mi familia dividida, creciendo, multiplicándose en el mundo. Hermanos y primos que tal vez no crezcan juntos, descubrirán nuevos modos de encontrarse y de quererse. Porque lejos o cerca, lo importante es hallar la manera de no romper el tejido que nos une.
Martina. Olivia. Victoria.
El renacimiento. La esperanza. La continuación.
El ciclo de la vida es como el agua