He pasado cuatro Navidades conviviendo con el duelo. Sí, ya sé, eso puede parecer mucho tiempo.
Una amiga que vive un proceso similar dice que cada año, al llegar noviembre, quisiera tener un pase libre que la transportara hasta el 10 de enero. Yo también .
Por más que te empeñes en creer que esta vez todo va a estar bien, que el tiempo pasa y borra, por más que hayas leído, pensado, meditado, trabajado sobre el tema del dolor y la pérdida, en esta etapa del año aflora la nostalgia, y la herida vuelve a sangrar. La silla vacía, el eco de una risa, la palabra que te alcanza por azar, el deseo que ya no se va a cumplir, el regalo que no tendrás que comprar… y esa tristeza que creías casi superada te vuelve a arrastrar al fondo denso de una oscuridad que te asfixia.
Entonces, dejas salir la tristeza, vuelves a tu centro, y reencuentras el regalo escondido, camuflado entre las ramas de pino y el musgo del pesebre: el dolor de la pérdida solo puede existir cuando hemos amado. Y ¿cómo no celebrar el haber amado?
El proceso del luto es un viaje laberíntico y enigmático. No es lineal. Sus implicaciones no son solo emocionales y personales, también son físicas, sociales, económicas, espirituales y existenciales. Afectan la vida entera, puesto que debes reinventar los modos de enfrentar la “nueva normalidad” y el entorno social que te envuelve. De todo lo anterior, esto último puede ser lo más difícil.
Cuesta aprender a aceptar que la vida no será igual, nunca más. Y a partir de esa certeza, emprender un viaje interior para confrontar el dolor y el vacío de la pérdida. No se puede huir de ese vacío. No pretendas distraerte con actividades sociales o trabajando veinticuatro horas. Solo estarás poniendo vendas en una herida que no dejarás cicatrizar. Es el momento de pensar en cuidar de ti, en mirarte al espejo y preguntarte cada mañana: “Hoy, qué quiero y qué puedo hacer por mí?»
El luto es un proceso natural, sagrado y personal. Y tienes derecho a afrontarlo a tu manera. No aceptes que nadie te diga cómo vivirlo o cuánto debe durar.
En un mundo en que la felicidad se vende en las redes y la tristeza se ha convertido en “políticamente incorrecta”, seremos inmediatamente invitados a dejar el dolor, como si éste se pudiera esconder bajo la almohada por un rato, y a “tratar de distraernos”. No. No. No funciona así. El dolor no va a dejar de acecharte. En algún momento vas a estar solo, y entonces te saltará encima. No te dará tregua, a menos que lo enfrentes. A menos que lo aceptes en una convivencia pacífica en la que tienes mucho que aprender
Durante el duelo, mis mejores momentos han sido los compartidos con familia o amigos entrañables, los que me han regalado los nuevos aprendizajes de crecimiento interior, y los que he pasado sola en casa, con una copa de vino, escribiendo o viendo una buena película en televisión. Ya no me gustan las grandes fiestas, ni la música a todo volumen, ni sentirme obligada a la sonrisa cortés. Me respeto.
Nada me obliga a ir donde no quiero
Nada me obliga a hacer lo que no quiero
Nada me obliga a estar con quien no quiero
Puedo llorar, si así lo quiero. Pero también puedo reír o bailar
Puedo donar las pertenencias de mi amado. O puedo guardarlas para siempre
Puedo releer sus cartas de amor. O puedo quemarlas y ofrecerlas al Universo
Puedo agradecer a Dios por la nueva persona que soy. O puedo reclamarle mi tristeza
El paso por el luto me ha mostrado la soledad como libertad y como medio de encuentro conmigo
Que nadie te juzgue, o que poco te importe.
Cuando tropiezas con la muerte, dejas de temerle. Y también dejas de temerle al mundo. Miras hacia adentro para hallar tu verdadero sentido y trascendencia. Si te lo permites, es un nuevo comienzo.
Y cuando la brisa decembrina traiga su recuerdo con aroma a pino, enciende una vela. Pon flores en el jarrón junto a su retrato. Escríbele una carta. Reza una oración. Escucha aquella canción. Tómate una copa de vino en su nombre. Ponle un lugar en la mesa.
Y recuerda que no existiría el dolor, si no hubieras amado.