El Arcano número XVI del tarot se llama La Torre.
La carta muestra el destello de un relámpago que impacta sobre una torre. Sobre el fondo oscuro, se esparce un humo gris producto de las llamas. Mientras, una enorme corona dorada cerrada en la parte superior, como ignorando poder alguno por encima de sí misma, cae desde la cúspide. Por las angostas ventanas saltan al vacío dos personas, cabeza abajo. Una de ellas extiende sus manos hacia delante tratando de prevenir la caída, mientras la otra parece no hacer ningún esfuerzo por eludir el inevitable golpe contra el suelo.
Nunca he sido tentada por ninguna de las formas de leer el futuro, sin embargo, en la medida que he envejecido y se han presentado ante mí preguntas trascendentales con respecto a la vida y a la muerte, han aparecido, por sincronicidad o serendipia, la astrología, el tarot, y otras herramientas similares, que para algunos iniciados ofrecen respuestas y guías. Como desde hace muchos años soy seguidora de Jung, no me fue difícil descubrir que todas esas predicciones y señales mágicas que no entendemos por la vía del intelecto, no proceden de otros mundos, sino que son las fuerzas arquetípicas que habitan en nuestro profundo, intenso y extraordinario inconsciente.
Pero el objetivo de este artículo no es el tarot ni el inconsciente. Es esa carta de enorme significado que se llama La Torre, y ante la cual, algún desprevenido consultante del tarot, puede entrar en pánico.
¿Cuántos años de nuestra vida hemos pasado encerrados en la Torre? A veces la torre es nuestra, la hemos construido nosotros solitos como una fortaleza elevada que nos protege del mundo. A veces la torre es el ego que crece y se empina, ciego y sin ventanas, mientras nos acomodamos la corona con la convicción de que todo está bajo control. Y otras veces, las peores, la torre que habitamos ni siquiera es nuestra. Vivimos presos en la torre de otro, y no nos damos por enterados.
Lo que no es posible es vivir para siempre en la torre. Un día, el menos esperado, impacta el rayo, se produce el incendio, llega el caos…y tienes que saltar. Cuando saltas, mientras vas cayendo al vacío, pasa la vida ante tus ojos, y en una epifanía descubres que la torre no te protege, que lo que guardas en ella se desvanece y que la hermosa corona dorada está a punto de hacerse añicos. El trono de las certezas es solo un capricho del ego que no tiene posibilidad en la vida real.
Cuando escucho últimamente hablar con tanta frecuencia sobre la incertidumbre, como si esa palabra fuera un término nuevo en nuestro vocabulario, pienso en cuan poderoso es el ego y con cuanta fuerza se ha inculcado en la mente de los hombres la absurda idea de que tiene poder para controlarlo todo. Esta pandemia vino como ese rayo, a impactar nuestras torres para recordarnos que nuestra corona no es la más alta, y sin duda, no es la que más brilla.
La vida que conocemos está atada al espacio tiempo, y sobre esas dimensiones los seres humanos no tenemos poder.
Si a duras penas puedo controlar lo que ocurre en mi habitación en este momento preciso, ¿ como puedo pretender controlar lo que pasa afuera, o lo que pasará mañana o dentro de un año?
No es posible encerrarnos en la torre con la vida, ella siempre sigue su curso, afuera, en el futuro, con o sin nosotros.
La única posibilidad que tenemos es entender y aceptar nuestros límites, nuestra vulnerabilidad, y abrazar con fe la certeza absoluta que nos regala vivir sin certezas.