Hernán Sabio
Para Matti
Como tu papi, naciste antes de tiempo, como con prisa para venir al mundo. Y como tu papi, llegaste bajo el signo de Géminis. Este signo está regido por el planeta Mercurio y asociado al arquetipo de Hermes, el mensajero del Olimpo con los pies alados, el que servía a la comunicación entre los dioses y los hombres, el que podía viajar al inframundo y regresar ileso. No solo te adelantaste a tu tiempo, sino que nos diste un susto inmenso. Dos meses en terapia intensiva y allí, todas las complicaciones posibles. Nos encomendamos a San Antonio porque ese es tu segundo nombre y, tu nonna Pina se encontró una estatua inmensa del santo en la entrada de Puerto La Cruz, y resultó que la estaban inaugurando en una fecha que coincidía con tu llegada al mundo. En esos días también se repetían en las misas dominicales los evangelios según San Mateo. Para nosotros, que vivíamos en la zozobra de verte luchar por tu vida, aquellas eran señales de Dios que nos daban esperanza y nos decían que todo iba a estar bien. Gracias, Matti, por resistir.
Dos meses después, y bajo todos los cuidados, llegaste a tu hogar. Al principio no podíamos tocarte y solo entrábamos a tu cuarto con mascarilla. Pero era maravilloso verte en tu cuna rodeado de tus papás, que habían quedado agotados con el maratón de tu internado. Olivia decía que no nos podíamos acercar porque eras alérgico a los besos. Lo decía un poco por celos, pero también a su manera repetía lo que escuchaba a su alrededor: eras un niño delicado. Gracias, Matti, por vivir.
Y así pasaron uno, dos, tres, cinco, siete, nueve meses. Cada día eras un bebé más grande y saludable. Ahora podíamos cargarte y jugar contigo y tú eras el bebé más feliz de la tierra. Siempre estabas de buen humor y era muy fácil hacerte reír. Entonces y ahora, damos gracias a Dios por el milagro de tu vida. Y también, porque tu llegada cerró un trayecto de experiencias difíciles que nos había tocado vivir como familia. Así como Hermes, bajaste al inframundo para regresar más fuerte y poderoso y, nos ungiste a los mortales con el bálsamo de tu risa fácil y la dulzura de tu mirada bondadosa. Gracias, Matti, por traer paz.
Dentro de pocos días cumples un año. Eres un bebé hermoso y el más simpático que se puede soñar. Tu mami dice que has perdido la ropa y hay que comprarte talla 2. Ya balbuceas palabritas y espero que “abu” esté entre tus primeras palabras jajaja. También te paras solito y pronto te veré dar los primeros pasitos.
Gracias, Matti, por regalarme otro pedacito de felicidad. Por ser el hijo varón de papi y mami, el que hará permanecer el apellido de papá y del abuelito del cielo que no tuvo la dicha de conocerte. El que lleva la bendición de San Antonio, que es también el nombre de tu nonno. El que será el gran amor de mamá y su más grande admirador, aunque ella aún no esté segura. El hermanito de Olivia, que será también su protector, aunque ella se oponga. Y, sobre todo, gracias por ser mi nieto y ayudarme a escribir el segundo capítulo de este trecho de mi vida, camino a la trascendencia.
Abu Eli
La Emperatriz
En el Tarot, la Emperatriz encarna el arquetipo de la feminidad. Nuestra cultura nos ha hecho creer que, para ganarnos un lugar dentro de ella, tenemos que parecernos a los hombres. Paradójicamente, también nos ha vendido la idea de que madre y mujer son sinónimos y que sin la maternidad no somos mujeres completas. Sin embargo, en esa figura que es el arcano número 3, cómodamente sentada en medio de la naturaleza, coronada de estrellas y adornada con flores de granada, nada parece hablar de masculinidad. Tampoco de maternidad. Creación, belleza, abundancia, nutrición, eso sí.
Dice Maureen Murdock que en nuestro mundo androcéntrico las mujeres descubren, más temprano que tarde, que solo son recompensadas cuando se muestran al mundo bajo el prisma masculino. Es entonces cuando, inconscientemente, comenzamos a rechazar nuestra energía femenina porque nos autoconvencemos de que nos hace débiles para competir codo a codo con los hombres. La inteligencia lógica, la estructura, el prestigio social y las ganancias económicas son recompensadas en el universo masculino, entonces, nos abrazamos intensamente a nuestra energía yan y nuestro animus, y empezamos una carrera sin freno en la que dejamos en el camino nuestra verdadera identidad femenina. En la medida en que las mujeres nos midamos a nosotras mismas por los patrones del hombre, nos encontraremos insuficientes o carentes de las cualidades que nos han hecho creer que la sociedad valora. Entre mis pacientes, veo todos los días mujeres entre los 30 y los 40 años que se autodiagnostican con el “síndrome del impostor” porque sienten que lo que hacen nunca está a la altura, nunca está perfecto, siempre puede estar mejor. Son tiranas de sí mismas y trabajan muchas horas diarias. Duermen poco y se divierten menos. Son críticas con sus parejas, especialmente si éstas han tenido menos éxito y prestigio del que ella esperan. En la medida en que estas mujeres han tenido madres que, según el prisma social, son vistas como débiles, dependientes, pasivas, manipuladoras y carentes de poder, rechazan con más fuerza el modelo femenino. Y si, además, la figura paterna ha estado presente y las ha impulsado a educarse y ser libres, el rechazo de lo femenino termina de completarse. “Quiero ser como papá y no como mamá”, es el pensamiento que subyace, de manera inconsciente, en la mente femenina que pretende, paradójicamente, liberarse del mundo patriarcal. Surgen entonces las Ateneas y las Artemisas oscuras, cuyo poder arquetipal es capaz de borrar de un plumazo la fuerza femenina de Afrodita o la sabiduría interior de Hestia.
Sin embargo, independientemente del éxito que consiga en el mundo material, seguirá sintiéndose minusvalorada y sobrecargada. Y, llegada la madurez, empezará a cuestionarse por qué no es feliz y qué ha sucedido con su verdadera esencia y su ser femenino.
No escapan del mismo destino las mujeres que no logran la “separación” de la madre, que debe ocurrir en el inicio del viaje de cada heroína. Una figura paterna débil o ausente y una madre dominante pueden crear en las hijas el “ideal” de la madre fuerte, que puede con todo, que no necesita de un hombre porque ella sola puede ser “papá y mamá”. Obviamente, no lo necesita porque ella misma ha constelado al arquetipo masculino y ha privilegiado su animus sobre su ánima. Sin embargo, no es consciente de que ella puede ser una gran madre, pero jamás podrá ser un padre. Esta tergiversación de roles abunda en nuestra sociedad en donde es común la ausencia paterna. Estas mujeres pueden llegar a sufrir mucho en la madurez y en la vejez, cuando pierden el control sobre la familia. Han hecho de la maternidad el propósito de su vida y han enterrado a Venus en la profunda oscuridad del Hades. Igual que las anteriores, han perdido el contacto con su esencia femenina y no saben dónde hallar el auténtico propósito de su existencia.
El Emperador es el rector de nuestra psique. “Estamos escindidos de nuestra parte femenina y creativa, nuestra mente racional la desvaloriza y la ignora, al negarnos a escuchar nuestra intuición, nuestros sentimientos, la sabiduría de lo profundo de nuestro cuerpo”, dice Maureen Murdock. Sentimos la tristeza y la soledad, sin darnos cuenta de que esos sentimientos son el fruto de un desequilibrio de nuestra propia naturaleza. Siempre vamos a necesitar de la energía del Emperador, pero no podemos ser el Emperador. Somos la Emperatriz, y desde ese trono, podemos descubrir y reconocer nuestra verdadera fuerza, nuestro verdadero poder.
Como heroínas de este tiempo debemos romper con las ataduras del ego. Liberarnos de los resentimientos hacia nuestra madre y dejar de culpabilizar o idealizar al padre para enfrentarnos a nuestra propia oscuridad. Podemos ser madres o podemos poner nuestra fuerza creativa y protectora al servicio de otra causa. La mujer tiene el poder de iluminar los espacios interiores de sombra a través del contacto con la naturaleza, la meditación, el arte en cualquiera de sus expresiones, el ritual, el juego y las relaciones humanas. Debe desarrollar una relación positiva con el hombre que habita en su corazón y hallar la voz de su mujer sabia para sanar su alejamiento de lo femenino sagrado. Al honrar su cuerpo y su alma, así como su mente, cura la brecha que existe entre ella misma y la cultura, entre el ánima y el animus, entre el ying y el yang. No hay camino a la conciencia que no pase por el equilibrio y la integración.
Y no hay mejor cierre para esta reflexión que el texto que escribe Maureen Murdock para cerrar su libro Ser mujer, un viaje heroico.
“Las mujeres somos tejedoras, nos tejemos con hombres, niños y unas con otras para proteger la tela de la vida
Las mujeres somos creadoras, damos a luz a nuestros pequeños y a los hijos de nuestros sueños
Las mujeres somos sanadoras, conocemos los secretos del cuerpo, de la sangre y del espíritu porque son uno y el mismo
Las mujeres somos amantes, nos abrazamos con gozo unas a otras, a los hombres, a los niños, a los animales y árboles, escuchando con nuestros corazones sus triunfos y sus penas
Las mujeres somos protectoras del alma de la tierra, sacamos la oscuridad de su escondite y honramos los reinos invisibles
Las mujeres somos buceadoras, nos sumergimos en los Misterios donde nos encontramos seguras, maravilladas y plenas de nueva vida
La respuesta siempre está en la Emperatriz.
Arriesgarse a amar
Cuando nos conocimos, mi esposo y yo teníamos 24 años y estábamos muy lejos de la madurez emocional y la evolución espiritual. Yo me acababa de graduar de la universidad y él estudiaba y trabajaba desde muy joven. Sin embargo, nos enamoramos perdidamente. Aquella relación parecía tener todo para no durar. Yo me iba al exterior y estaba en otra relación y él parecía estar lejos de buscar un compromiso formal. Él era árabe, y eso aterraba a mi papá. Yo, era una chica muy liberal para el gusto de su mamá. Sin embargo, asumimos el riesgo de vivir aquel amor. Cuando yo me fui teníamos solo dos meses de conocernos, pero eso era suficiente para saber que nuestros valores estaban alineados. Esa era la base de todo. El resto, no estaba bajo nuestro control y había que asumir por igual las consecuencias del éxito o del fracaso
Me llama la atención el modo en que algunas personas hablan hoy en las redes sociales acerca de lo que deben ser el amor y la pareja. Pareciera que la gente tiene que hacer un trabajo profundo de autoconocimiento antes de arriesgarse a amar, que todo debe estar bajo control, que ante el menor signo de inmadurez emocional hay que salir corriendo, que ya no se puede pelear ni discutir, que la pareja tiene que ser un modelo de responsabilidad, madurez y elevación espiritual. Me perdonan aquí los consejeros de parejas, pero yo digo: ¡qué aburrimiento! ¡Yo no hubiera soportado una relación tan estable y perfecta a los 24 años! El amor es riesgo, pasión y entrega. Y lo único que veo claro después de leer, ver y escuchar tantas cosas acerca del amor, es el miedo a perder el control, es el miedo al dolor.
Claro que en una pareja debe haber condiciones no negociables como el respeto, la fidelidad, los hijos. Valores que, si no son compartidos desde el inicio, conducen al fracaso. Eso, y la decisión personal de cada uno de poner lo mejor de sí mismo para que esa relación funcione. El amor no “fluye” solo, el amor es un trabajo y hay que alimentarlo y cuidarlo para que florezca. El amor a largo plazo es una decisión personal. Sin embargo, nada de eso nos promete salvarnos del dolor. Somos humanos y podemos cambiar. Podemos traicionar o pueden traicionarnos, o podemos, simplemente, dejar de amar. Somos imperfectos e impredecibles. Pero nunca el miedo al dolor debe ser un freno para arriesgarnos a amar.
Nos casamos un año después de conocernos y de haber mantenido una relación a distancia. Largas llamadas telefónicas, cartas y visitas breves mantuvieron viva la llama, aunque muy poco sabíamos quién era el otro en su mundo ordinario, en la vida real. Cuando dije a mis amigos del posgrado que me iba a casar, una querida profesora de Literatura, con su marcado acento argentino, me dijo una frase que hasta entonces yo no había escuchado: “más vale intentar y fracasar que nunca intentar”. Estábamos llenos de miedo el día que fuimos solos al Ayuntamiento de aquella pequeña ciudad norteamericana donde yo estudiaba, y dijimos sí frente a una juez feminista y dos secretarias que actuaron como testigos.
Nunca me arrepentí de haberme arriesgado. Sé que pudo haber salido mal, pero salió bien, o mejor aún, ambos nos esforzamos porque saliera bien. Estuvimos juntos casi 40 años y enamorados hasta el último día. Tuvimos altibajos, crisis y peleas, aunque nunca dejamos de estar de acuerdo en las cosas importantes. No siempre logramos sacar lo mejor de cada uno, pero nunca dejamos de intentarlo. Aprendimos que eso que tú estás dispuesto a demostrar y a entregar tiene que ser compatible con lo que el otro necesita para sentirse amado. Y que, si alguien debe cambiar algo para que la relación crezca, ese eres tú, porque nunca podrás cambiar a nadie. Crecimos, evolucionamos, maduramos juntos. Creo que de eso se trata la pareja. No de ser perfectos para llegar a una relación perfecta, sino de aceptar el compromiso y el trabajo que significa amar a largo plazo con nuestras imperfecciones.
Primero de enero
Un primero de enero mi madre me trajo al mundo. A ella le empezaron los dolores de parto el 31 de diciembre. En la clínica, veía pasar las horas, y su mayor angustia era empezar el año nuevo hospitalizada. Mi madre era muy aprensiva, y creía firmemente que el lugar, la compañía y el estado de ánimo con que uno recibiera el año nuevo, marcaría el resto del año. Así que como el médico le dijo que yo no tenía ninguna prisa en nacer y que seguramente me demoraría hasta el día siguiente, a las 11 de la noche le pidió a mi padre que salieran de la clínica y esperaran el año fuera de allí. Como lo que había más cerca era un cine, pues allá se fueron los dos. Nunca pregunté qué película vieron , es bastante probable que ninguno de los dos se acordara, y pienso que entre los dolores de parto y la emoción de la nueva etapa, muy poco les importaba en ese momento lo que pasaba en la pantalla. Bastaba con estar juntos esperando mi llegada, con la certeza de que pasar las 12 de la noche en un lugar más amable, presagiaba un mejor futuro para la nueva familia de tres.
Nací el 1 de enero a las 2 de la tarde. La luna estaba en Virgo y el signo de Tauro marcó mi ascendente. Tres signos de tierra y el nacimiento por cesárea conformaron la energía con la que vine al mundo. Solo en mi vida adulta y luego de acercarme al lenguaje de los astros, comprendí algunos aspectos de mi ser que no lograba descifrar. Todo esto, más el ADN familiar , que no solo deja su huella en el cuerpo físico sino también en las emociones y en el alma, constituyen la base de nuestro temperamento y manera de mirar la vida. Luego, la familia y la sociedad se encargan de poner su parte.
En mis sesiones de terapia , cuando llegamos a este punto, se genera siempre la misma pregunta: es posible «superar» toda estas poderosas energías que parecen conducir nuestras vidas y actuar por su cuenta? Entonces aparece un rayito de luz: no hay que «superar» nada, no hay que ignorar, despreciar, anular nada de lo que somos. Hay que reconocer e integrar. Hay que abrazar cada pedacito nuestro con el mismo amor. Somos únicos, originales e irrepetibles. Dios nos dio un espíritu que es libre para elegir lo mejor en cada circunstancia, por adversa que parezca. En esa alma que nos hace únicos, cabe todo lo que somos . No se trata de borrar la sombra, sino de ser capaces de buscar siempre la luz.
No soy perfecta y no importa
En esta etapa de mi camino y en diferentes escenarios, he tenido la oportunidad de compartir vivencias con muchas mujeres . Estar sola es una puerta abierta para reanudar el encuentro con el propio género y recuperar contacto con viejas amigas. Quizás eso, junto con mi trabajo como profesora y terapeuta, me ha permitido observar, desde la experiencia, ciertos rasgos femeninos muy comunes que no dejan de preocuparme. He descubierto una generación de mujeres obsesionadas con la perfección. La búsqueda de la perfección conduce, nada más y nada menos, que a la necesidad de controlarlo todo.
En mi generación, quizás porque no estábamos expuestas a las redes sociales y no vivíamos en continua comparación con nuestras congéneres, o porque el asunto de la liberación femenina no se había convertido en necesidad de privilegiar nuestro yang sobre nuestro ying, el perfeccionismo y el control no eran tan comunes . Yo nunca me he sentido perfecta ni he pretendido tener control absoluto sobre ningún aspecto de mi vida, llámese hogar, hijos , trabajo o vida social . Quizás he sido un poco hippy, pero compartir el control con mi pareja o con mis compañeros de trabajo, siempre me pareció que estaba bien , porque me permitía vivir en equilibrio. Hoy miro con preocupación una generación de jóvenes adultas que han popularizado el singular concepto de «síndrome del impostor» . Nunca se sienten completamente seguras de que lo que hacen sea lo suficientemente bueno . Nunca nada de lo que delegan en los demás está lo suficientemente bien hecho. Y en el afán de controlar y hacer, terminan por deshacerse a ellas mismas. Muchas de las jóvenes a quienes acompaño en sus procesos no se dan cuenta de por qué se sienten ansiosas y agobiadas. Como no saben ponerse límites, contienen la rabia y la tristeza, hasta que en cualquier momento y por cualquier motivo, estallan, o peor aún , enferman . Lo más grave, es que las consecuencias de estos afanes perfeccionistas dejan sus huellas en el entorno más cercano: la pareja y los hijos. Con frecuencia, estas mujeres repiten el patrón de sus madres, o son el resultado de las heridas de rechazo.
Tomar conciencia es el primer paso. Pero para soltar el control y dejar a un lado la obsesión por la perfección, hay que cumplir dos condiciones: primero, reconocer y abrazar nuestros limites humanos. No podemos abarcarlo todo. No podemos hacerlo todo bien . Reconocernos imperfectos y vulnerables no significa no ser suficientes. Y, segundo, confiar en que los otros harán su parte, aunque el resultado de esa parte no se corresponda ciento por ciento con nuestras expectativas. Cada uno aporta a la vida desde su lugar en este mundo. Cada uno es perfecto desde sus fortalezas y sus carencias. Somos únicos e irrepetibles en nuestra humana imperfección. Por eso siempre necesitamos del otro.
En lo que a mí respecta, acepto que no tengo control sobre la mayor parte de las cosas que me ocurren en la vida. Acepto que hago las cosas poniendo lo mejor de mi, pero a veces me equivoco . Acepto que no soy perfecta , y no importa.
Edith Stein: un encuentro con Dios entre dos guerras
Por coincidencia o causalidad, en estos días han llegado a mis manos varios artículos y frases de esta mujer, a quien conocí gracias al montaje teatral que hiciera mi hermana del alma Virginia Aponte hace unos cuantos años en la UCAB. Entonces yo era otra persona y mi mundo era otro, el asunto de la guerra, la injusticia y la muerte se me hacían aún lejanos. Pero hoy cuando la palabra guerra se repite en cualquier contexto, a veces con frivolidad y desde la absurda certeza de que “eso les pasa a los otros”, Edith Stein se me ha hecho presente en su historia de vida, en su pensamiento filosófico, en su espiritualidad humana. Edith vivió entre dos guerras, para, finalmente, ser víctima de la segunda.
Está claro que los hombres no aprendemos de la historia.
Edith Stein o Sor Teresa Benedicta de la Cruz, fue una de las mentes más brillantes de Europa, una pensadora que pudo haber cambiado radicalmente el camino de la filosofía alemana y, con ella, de todo el pensamiento contemporáneo.
El 9 de agosto de 1942 Edith Stein fue asesinada con gas cianhídrico en el campo de concentración nazi Auschwitz-Birkenau, junto a un grupo de judíos convertidos al catolicismo que acababan de ser deportados desde Holanda. Su trágico final marcaría para siempre el recuerdo de su vida y su obra, convertida en mártir para el imaginario católico: el 1 de mayo de 1971 fue beatificada por Juan Pablo II y en 1998, tras aprobarse el necesario milagro, es canonizada por el mismo papa como Teresa Benedicta de la Cruz, en la Plaza de San Pedro de Roma. Sin embargo, detrás de la figura sagrada, de la monja carmelita convertida en santa, se escondía una de las mentes más brillantes de Europa, una pensadora que pudo haber cambiado radicalmente el camino de la filosofía alemana y, con ella, de todo el pensamiento contemporáneo.
Nacida en el seno de una familia judía el 12 de octubre de 1891, en Breslau (Polonia), Edith Stein fue desde pequeña una niña retraída, que andaba siempre absorta en lecturas precoces.
Solo dos años después de entrar en la universidad comenzó a escribir su tesis doctoral, que obtuvo un summa cum laude, algo realmente raro para una mujer, e impensable en el campo de la filosofía, pues según las costumbres académicas de la época esa calificación te convertía de manera automática en candidato para obtener una cátedra. Su mérito fue todavía mayor si tenemos en cuenta que su director de tesis era el reputado Edmund Husserl, quien por aquel entonces era quizá el filósofo vivo más importante de Europa, y desde luego uno de los más influyentes.
La relación entre la discípula y el maestro se rompería poco después de que éste le ofreciera dirigir un seminario para principiantes, con la triple condición de no cobrar por ello, no obtener reconocimiento académico y, lo más grave, renunciar a postularse para la cátedra. La explicación para este maltrato, a pesar de la admiración que había mostrado por el pensamiento de Stein, parece estar claramente relacionada con la misoginia de Husserl, que ni siquiera se molestaba en argumentar. En estos años , Stein intentará habilitarse para cátedra en cinco universidades distintas (Gotinga, Múnich, Friburgo, Breslau y Kiel) y en todas será rechazada por ser mujer.
Su sustituto como asistente de Husserl fue el entonces joven filósofo Martin Heidegger, quien se apropió del trabajo que ella había hecho durante años, y publicó las Lecciones de Edmund Husserl sin citarla. Con el influjo carismático de Heidegger se perdería el camino intelectual que había abierto Edith Stein hacia la empatía y la intersubjetividad: tras su experiencia como enfermera durante la Primera Guerra Mundial, dónde Stein había tenido que lidiar con los cuerpos de los otros –magullados, heridos y enfermos– tenía claro que un sujeto solo podía llegar a existir en relación con los demás. Y frente a todas aquellas teorías que privilegiaban la perspectiva del yo, como la de Heidegger, ella ponía en el centro la experiencia compartida, la percepción de las vivencias de los demás, que consideraba el fundamento de toda relación con el mundo. El conocimiento, el amor, el lenguaje, la experiencia religiosa: para Stein, todo esto era posible gracias a la relación abierta y natural entre los cuerpos vivos y sus espíritus.
La decisión de dejar la universidad fue muy dura, pues ella la vivió como un fracaso. Pero este adiós le sirvió para dar el paso que transformaría su pensamiento por completo y dirigiría sus ideas sobre la empatía hacia un camino inesperado: su conversión al catolicismo. A partir de ahora Stein seguirá ahondando en este camino a través de la lectura de los místicos y de su idea de acceso al conocimiento a través del espíritu, más que a través de la conciencia y el pensamiento discursivo.
Abogaba por una educación igualitaria, y señalaba que, en la medida que no se las considera productivas, a las mujeres no se les da ni siquiera la oportunidad de desarrollarse individualmente. Llama la atención entre estas palabras un asunto que aún sigue hoy vigente: Stein apunta que no bastaría con que las mujeres se realicen profesionalmente si los hombres no comienzan a valorar y realizar las actividades típicamente femeninas
Con la llegada de Hitler al poder en 1933, Edith fue apartada poco a poco de las instituciones académicas a las que estaba vinculada y se le negó cualquier actuación pública. Nadie salió a ayudarla cuando fue expulsada del único puesto que le quedaba en el Instituto Pedagógico de Münster, de estudios puramente católicos. Este mismo año entró en el monasterio Carmelo de Colonia, donde tomó los hábitos y recibió el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz. Esta nueva transformación radical y el tiempo que pasó allí estuvo acompañada por sus lecturas filosóficas y su encuentro espiritual con los místicos.
Stein encontró en el Carmelo el descanso y cobijo que llevaba tiempo buscando, y sin embargo aún le queda por vivir el último traslado forzoso: poco después de prometer los votos definitivos como carmelita llegó la ‘Noche de los cristales rotos’ y la persecución más violenta contra los judíos. Era el año 1938 y sólo habrían de pasar cuatro más para que dos oficiales de las SS irrumpieran en el convento holandés llevándose por la fuerza a la monja.
De la semana que pasó en el campo de exterminio hay varios testigos que dan cuenta de que Edith Stein mostró, hasta su último segundo de vida, serenidad, entereza y compasión. “Había una monja que me llamó especialmente la atención y a la que jamás he podido olvidar”, cuenta el testimonio de una madre que pudo salvarse después, “aquella mujer, con una sonrisa que no era una simple máscara, sino que iluminaba y daba calor. Era la imagen de una mujer algo mayor, con aspecto juvenil, que era de una pieza, auténtica y verdadera. En una conversación dijo ella: “El mundo está lleno de contradicciones; en último término nada quedará de estas contradicciones. Solo el gran amor permanecerá. ¿Cómo podría ser de otra manera?”.
El busto de Edith Stein en Berlín se erige sobre un pedestal de piedra. Una placa presenta allí una cita extractada de su obra que dice así: «Para la consideración externa el cuerpo vivo, como lo que cae bajo los sentidos, es lo primero y el espíritu lo último. Visto desde dentro, el espíritu consciente de sí es lo primero y el cuerpo físico lo más alejado y último». La mirada de Edith Stein ha querido ver a la persona humana desde dentro. Y allí ha descubierto el espíritu como lo que nos abre hacia fuera y hacia ese dentro.
En ese estar expuesto a la mirada de Dios es donde quedan unidas la libertad, que depende de nosotros, y la historia, que se nos escapa de la mano.
Fuente: EL PAÍS, BERTA GÓMEZ SANTO TOMÁS | 12 OCT 2020
REGRESO A CASA
Regreso a casa.
He vivido un par de meses lejos de mi mundo ordinario. Otros países. Otras vidas. Otros afectos. No mejores. No menores. OTROS.
Algunos huyen de su mundo ordinario como si del infierno se tratara, para luego enredarse en un infierno ajeno que no se atreverán nunca a reconocer. O pueden llevar su infierno a cuestas.
Y así, unos van, otros vienen. Con su infierno o con su paz.
Yo voy y vengo. Me voy y me quedo.
Reconozco el mundo como escenario. Cuando subo a la tarima piso siempre las mismas tablas. La misma luz me ilumina desde arriba y la misma oscura cortina se extiende a mis espaldas. Solo cambia el decorado. Quizás el color de la luz.
A veces hay flores y bosques, casas nuevas, calles relucientes de asfalto y caminos suaves por los que provoca andar sin zapatos. Las luces brillan esplendorosamente, y vuelven invisible el cortinaje, que puede convertirse en arcoiris, ciudad de neón, o hasta en el mismísimo mar.
Otras veces no hay nada de eso. Hay un escenario en penumbra. Las tablas se asoman como calles rotas o caminos empedrados. Hay flores marchitas y algunos árboles que resisten el verde a pesar de la sequía. La luz es tan tenue como la de una vela, y la opaca cortina del fondo refleja formas que parecen fantasmas y casas destartaladas.
En cambio, yo, siempre soy yo. Soy el hogar de mi misma. Soy suficiente.
Vivimos en un entorno colmado de angustia. Nuestra civilización no entiende el aquí y el ahora. Añoramos el ayer, planificamos el mañana. Y apenas hemos alcanzado ese “mañana”, aparece la esperanza de otro “mañana”. Así se nos va escapando la vida sin abrazar lo único cierto que tenemos: el hoy.
La continua expectativa en que vivimos, esa sensación de que nada es suficiente y que siempre habrá un mejor porvenir, es la fuente principal de nuestra angustia. ¿Y qué tal si no hubiera un mejor porvenir? ¿O si no hubiera porvenir en lo absoluto? ¿No habrá valido entonces la pena el mero hecho de vivir?
En el presente solo cabe la gratitud por la vida, tal y como nos ha sido dada. Y solo en el presente podemos cultivar nuestro centro de paz.
Todos hemos experimentado esos momentos en que una vivencia poderosa nos hace olvidamos por un rato de nosotros mismos. Como cuando vamos al cine y la película nos engancha de tal manera, que al finalizar no sabemos dónde estamos ni cuánto tiempo hemos pasado allí. Eso es vivir el presente con absoluta plenitud.
Para alcanzar ese estado de paz, Budha dice que necesitamos seguir cuatro leyes:
La primera, es la aceptación del hecho de que la vida implica felicidad y dolor. Todo a nuestro alrededor, cualquiera que sea el escenario, está sujeto al tiempo, y por lo tanto, tiene fecha de caducidad.
La segunda ley, se refiere al apego. El dolor es directamente proporcional a la intensidad de nuestros apegos. Honraremos la vida sin el afán de retenerla y aceptaremos la muerte como su fin natural.
La tercera ley, es sobre el espacio-tiempo. Cuando aceptamos que solo nuestro cuerpo físico está atado a estas dimensiones, podemos liberar nuestra conciencia y hallar nuestro espíritu, que nos trasciende.
La cuarta y última ley, es el camino recto hacia la paz. Si cultivamos el desapego, aceptando los límites que supone la existencia humana, entonces, libres de expectativas, podremos vivir en plenitud el presente.
La vida me ha enseñado repetidamente algunas lecciones que yo me negaba a aprender. En los últimos años ella ha sido particularmente perseverante, y me ha obligado a subir varias veces a ese escenario en penumbra que me resultaba aterrador. Ha dejado de asustarme la amenaza de caer entre las tablas rotas. Camino confiada, porque finalmente aprendí que el miedo no puede prevenir ningún evento que corresponda al devenir de mi destino. El miedo crea la angustia y la angustia nos separa de vivir el hoy.
La paz interior y la conciencia plena pasan por aceptar que solo somos actores dentro de un escenario que es externo, que escapa a nuestro dominio. De nuestra conciencia profunda nace la capacidad para identificar lo que está fuera de nuestra área de control. Entenderlo y convivir con esta certeza es una fuente de paz. Pero eso no significa aceptar límites y conformarnos. También de esa conciencia profunda nace la resiliencia. Entonces, depende de nosotros aceptar vivir en las sombras que a veces el mundo físico nos impone, o ser la pequeña luz que marque la diferencia.
Al identificar nuestro breve espacio de acción en el universo, reconocemos que no podemos cambiar el mundo, ni siquiera nuestro entorno más cercano. Sin embargo, nada nos impide descubrir, en nuestro interior, esa pequeña gran misión personal que a cada uno de nosotros le fue asignada. No hay felicidad duradera que no tenga sus raíces en la propia conciencia, en el conocimiento del alma y en la necesidad de dejar en este mundo, una huella bonita
No sé cuántos nuevos escenarios habré de pisar en el futuro. Sé que en cada uno tengo una misión, y mi trabajo personal es descubrirla. Sin miedo al cambio, domino la escena. Soy yo, defendiendo mi centro, con mi hogar a cuestas. Como un caracol que lleva su casa adentro.
Vivir en la paradoja
Comienza un nuevo año y con él, renace la esperanza. Tal vez este año sea mejor. Revisamos las viejas agendas y nos damos cuenta de que nos quedó mucho por hacer. El mundo, definitivamente, no colabora con nuestros planes. Los dos años de pandemia nos han dejado en una especie de tiempo suspendido, en una suerte de imagen congelada, de acción inconclusa.
Llega a nuestras manos el nuevo calendario, la agenda del flamante 2022. Está en vacía. La contemplamos con esperanza y miedo. 365 páginas en blanco que son un reto. Hacemos el check list del año viejo y nos preguntamos si será bueno retomar aquel proyecto no culminado o dejarlo de lado y empezar otro desde cero. Dudamos de la posibilidad de cumplir aquella meta que había quedado excluida por la pandemia, de hacer realidad el encuentro con aquella persona, de consumar el abrazo a ese sueño postergado. Las noticias del mundo parecen confirmarnos que, en nuestro entorno, poco o nada cambiará. Sin embargo, la primera semana de enero es muy temprano para dejar entrar la desesperanza.
En estos días escuché una charla de Eric Corbera titulada Aprender a vivir en la paradoja. Según la Real Academia Española, paradoja significa “un hecho o expresión contario a la lógica”. Así, una expresión paradójica puede ser “nacer para vivir muriendo”. Corbera propone asumir la vida como paradoja, pues solamente entendiendo la existencia bajo esta forma podemos integrar la luz y la sombra, la esperanza y la desesperanza, la alegría y la tristeza, pues en la totalidad de nuestro ser, ambos extremos tienen cabida y no pueden existir en paz el uno sin la aceptación del otro.
Yo ya llevo algún tiempo aceptando la paradoja de la vida, aún sin haberle puesto ese nombre. He aprendido que puedo abrazar sueños, aceptando mis propias limitaciones y las que me impone el mundo. Puedo escribir planes y propósitos en mi agenda, consciente de que realizarlos dependerá de muchos factores que no puedo controlar. Puedo proponerme ser más amable o más feliz, sabiendo que vendrán momentos oscuros en los que seré menos amable y menos feliz. Me propongo ser mejor sin la certeza de poder serlo, me propongo cambiar el mundo aún estando segura de que no lo puedo cambiar.
Entonces, no escribas tus proyectos y propósitos con tinta indeleble. El mundo no es estable y menos lo es la vida. Puedes proponerte metas inmensas con la seguridad de que eres capaz de alcanzarlas, pero sin olvidar que no siempre llegarán en el tiempo o en el lugar que esperas, y a veces, inclusive, se presentarán bajo otra forma. Tal vez tú mismo encuentres una misión que no hubieras descubierto si aquel otro proyecto se hubiera realizado de acuerdo con tus planes. O tal vez lo que hoy te parece una meta importante, a mitad de año haya perdido relevancia. Vivir en la paradoja es aprender a balancear los opuestos y las polaridades del universo y de nuestra propia naturaleza, es aprender a conocernos, integrarnos y acercarnos a la totalidad de nuestra esencia.
Que en el año nuevo tu propósito más importante seas tú mismo.
¿Cuánto es mucho tiempo?
He pasado cuatro Navidades conviviendo con el duelo. Sí, ya sé, eso puede parecer mucho tiempo.
Una amiga que vive un proceso similar dice que cada año, al llegar noviembre, quisiera tener un pase libre que la transportara hasta el 10 de enero. Yo también .
Por más que te empeñes en creer que esta vez todo va a estar bien, que el tiempo pasa y borra, por más que hayas leído, pensado, meditado, trabajado sobre el tema del dolor y la pérdida, en esta etapa del año aflora la nostalgia, y la herida vuelve a sangrar. La silla vacía, el eco de una risa, la palabra que te alcanza por azar, el deseo que ya no se va a cumplir, el regalo que no tendrás que comprar… y esa tristeza que creías casi superada te vuelve a arrastrar al fondo denso de una oscuridad que te asfixia.
Entonces, dejas salir la tristeza, vuelves a tu centro, y reencuentras el regalo escondido, camuflado entre las ramas de pino y el musgo del pesebre: el dolor de la pérdida solo puede existir cuando hemos amado. Y ¿cómo no celebrar el haber amado?
El proceso del luto es un viaje laberíntico y enigmático. No es lineal. Sus implicaciones no son solo emocionales y personales, también son físicas, sociales, económicas, espirituales y existenciales. Afectan la vida entera, puesto que debes reinventar los modos de enfrentar la “nueva normalidad” y el entorno social que te envuelve. De todo lo anterior, esto último puede ser lo más difícil.
Cuesta aprender a aceptar que la vida no será igual, nunca más. Y a partir de esa certeza, emprender un viaje interior para confrontar el dolor y el vacío de la pérdida. No se puede huir de ese vacío. No pretendas distraerte con actividades sociales o trabajando veinticuatro horas. Solo estarás poniendo vendas en una herida que no dejarás cicatrizar. Es el momento de pensar en cuidar de ti, en mirarte al espejo y preguntarte cada mañana: “Hoy, qué quiero y qué puedo hacer por mí?»
El luto es un proceso natural, sagrado y personal. Y tienes derecho a afrontarlo a tu manera. No aceptes que nadie te diga cómo vivirlo o cuánto debe durar.
En un mundo en que la felicidad se vende en las redes y la tristeza se ha convertido en “políticamente incorrecta”, seremos inmediatamente invitados a dejar el dolor, como si éste se pudiera esconder bajo la almohada por un rato, y a “tratar de distraernos”. No. No. No funciona así. El dolor no va a dejar de acecharte. En algún momento vas a estar solo, y entonces te saltará encima. No te dará tregua, a menos que lo enfrentes. A menos que lo aceptes en una convivencia pacífica en la que tienes mucho que aprender
Durante el duelo, mis mejores momentos han sido los compartidos con familia o amigos entrañables, los que me han regalado los nuevos aprendizajes de crecimiento interior, y los que he pasado sola en casa, con una copa de vino, escribiendo o viendo una buena película en televisión. Ya no me gustan las grandes fiestas, ni la música a todo volumen, ni sentirme obligada a la sonrisa cortés. Me respeto.
Nada me obliga a ir donde no quiero
Nada me obliga a hacer lo que no quiero
Nada me obliga a estar con quien no quiero
Puedo llorar, si así lo quiero. Pero también puedo reír o bailar
Puedo donar las pertenencias de mi amado. O puedo guardarlas para siempre
Puedo releer sus cartas de amor. O puedo quemarlas y ofrecerlas al Universo
Puedo agradecer a Dios por la nueva persona que soy. O puedo reclamarle mi tristeza
El paso por el luto me ha mostrado la soledad como libertad y como medio de encuentro conmigo
Que nadie te juzgue, o que poco te importe.
Cuando tropiezas con la muerte, dejas de temerle. Y también dejas de temerle al mundo. Miras hacia adentro para hallar tu verdadero sentido y trascendencia. Si te lo permites, es un nuevo comienzo.
Y cuando la brisa decembrina traiga su recuerdo con aroma a pino, enciende una vela. Pon flores en el jarrón junto a su retrato. Escríbele una carta. Reza una oración. Escucha aquella canción. Tómate una copa de vino en su nombre. Ponle un lugar en la mesa.
Y recuerda que no existiría el dolor, si no hubieras amado.