La nieta de América

Cuando hablamos de América nuestro imaginario lo asocia a grandeza. Un espacio geográfico importante que ubica nuestro origen. América suena a tierra. Incluso, existe un término que la industria cinematográfica ha tomado para describir a un tipo de mujer encantadora que cualquiera quisiera conocer, amar e imitar. A algunas estrellas las recordamos por haber tenido la dicha de ser consideradas  las “Novias de América”. Pero mi caso no este.

Yo, soy la afortunada que nació con un título debajo del brazo que resume todo lo que ese nombre significa: yo soy la Nieta de América.

Si es cierto que las almas gemelas existen entonces seguiré sumando aciertos a mi vida, porque mi abuela es la mía. Comprendí que nuestro lazo no era un encuentro sino un reencuentro de almas que han estado juntas por muchos años. Seguramente en muchos roles, pero si hay uno que se destaca en esta relación infinita es el de abuela-nieta.

América nació en Upata en 1927. Un pueblo por Ciudad Bolívar que no estaba preparado para recibir a este personaje tan fuera de tiempo. Ella es sacada de una buena historia. Construida con detalles y perfecciones imperfectas. Bordada con genio, musa y duende. La conocí el día que nací, porque ahí estaba ella al lado de mi mamá, pujando y pariendo con su temple para que luego de esas agotadoras 16 horas yo pudiera salir y entonces volvernos a ver.

Mis vacaciones escolares tenían un destino fijo: la casa de mi abuela. Desde allí dirigí mi centro de operaciones creativas porque estar con ella era jugar a crear. El virtuosismo de sus manos era la clase y cada uno de sus proyectos un universo que disfrutaba inmensamente. Pero con ella no solo me divertía, también era un espacio de discusión.

La sabiduría de nuestros antepasados no es en vano. Nos separan generaciones de lucha, de reivindicación de valores; de espacios conquistados. Hay una brecha inmensa de heridas de guerra físicas y emocionales. Pero además en el caso de mi abuela hay un estado de conciencia abismal. Para América el único propósito por el que vale la pena levantarse todas las mañanas es por ser feliz y ese ha sido el mantra que a sus 92 años me repite cada vez.

Es la chamana de la tribu. El alma de la fiesta. La voz tajante. La transparente que poco le importa la opinión del otro. Mi abogado y mi juez. La maestra de ceremonia. La amiga.

Mi abuela es mi amiga, de las mejores. Me escucha con atención y mientras lo hace le da la vuelta a la cabeza para buscarme en el armario de sus respuestas la solución indicada coloreada en su manera particular de combinar palabras e ideas. No se da por vencida fácilmente. Es una testaruda colosal en el arte de regresarme la sonrisa.

Mi abuela es la mamá de mi papá pero de refilón también lo es de mi mamá porque si hay algo que me ha hecho adorarla es la forma en que ha querido a su nuera a pesar de que legalmente ya hoy no lo sea. Los nietos somos la prueba de la trascendencia. Pero ser nieta de América es el testimonio de un tipo amor que da fe e su existencia.

Yasmín Centeno

Donde residen las estrellas

Las estrellas son de las composiciones más interesantes del universo. Ellas nacen de apenas una pequeña chispa que se expande en cuestión de microsegundos hasta formar algo colosal, hermoso y único. Durante su existencia generan grandes cantidades de energía, luz y vida. Al morir, lo hacen de forma magistral, un tanto aterradora, pero aun así muy interesante; se transforman en gigantes ondas de energía, para luego absorber todo lo que la rodea en un gigantesco, atrayente e inevitable agujero negro. El corazón humano se comporta de forma similar: él, es la pequeña gran chispa de nuestra vida, allí se alojan los sentimientos; el amor, el dolor, la alegría, la tristeza, la bondad, la esperanza, la rabia y gran parte de la esencia que nos hacer ser quienes somos. Durante la vida, el corazón recibe, purifica y bombea nuestra sangre por todo el cuerpo. Al dejar de latir, provoca que  todo el cuerpo deje de funcionar, arrastrando de esta forma la vida con él. Todos los corazones, a pesar de cumplir las mismas funciones, son únicos porque cada uno siente y se expresa de forma irrepetible y con distinta intensidad. Las estrellas, de cierta forma, también actúan así, porque generan ondas de energía únicas, irrepetibles y con distintas frecuencias. Las estrellas tienen una misma composición, pero no así un mismo ciclo de vida.

Hay estrellas grandes, pequeñas, medianas, unas más frías y otras más calientes, no todas tienen el mismo color, ni la misma intensidad, pero si una misma finalidad; dar vida y guiar a sus respectivos mundos alrededor de ellas. Nuestros corazones no tienen el mismo tamaño, ni el mismo peso, unos están mas saludables que otros, algunos sufren menos o más que otros, pero todos cumplen la misma función: mantenernos con vida, hacernos sentir y guiarnos a través del mundo.

Te pido una cosa: nunca te avergüences de tu estrella, porque aún cuando a veces te hace sufrir, comete equivocaciones y puede proyectarse con poca intensidad, también da la luz, la energía y las fuerzas que necesita tu mundo para seguir existiendo dentro de este vasto e irrepetible universo.

Escrito por: Dorian Cartagena

Aliñadito con perejil y ají dulce

Hace un par de semanas me la encontré sorpresivamente. En esta hora loca, en que profesores y alumnos huyen en estampida, Eugenia estaba regresando a Venezuela. Quince años en el exterior no habían borrado su pasión por la docencia, y allí estaba, de vuelta en la UCAB, con ganas de seguir entregando sus conocimientos, su energía y su perpetua sonrisa. Agradecí que, aún, buenas cosas pasaran. Entonces me contó que durante su exilio había desarrollado un nuevo talento: la escritura. Me dijo que había escrito un  cuento sobre nosotras, y se lo pedí para compartirlo con ustedes. Aunque aún no he descubierto cual de esas mujeres soy yo, leer este relato fue un lindo viaje a la memoria.   

                                                                              Por Eugenia Canorea

Todo pasó por abrir MI BOCOTA,  el problema es que no la puedo mantener cerrada, no sé si te ha pasado pero yo cuando estoy con otras personas y se hace un silencio total siento una incomodidad tan grande que tengo necesidad de llenar el espacio hablando y entonces hablo sin parar.

No sabes como me gustaría poder estar acompañada y sentirme cómoda en silencio, pero, esto no me ocurre ni siquiera con mi mamá, y es que no puedo estar callada ¡Mira que lo intento! Muchas veces mientras hablo pienso: ¿Por qué digo tantas idioteces? Se nota que la gente está aburrida, tratan de callarme, estoy hablando de más, estoy diciendo cosas inadecuadas y aún así sigo dale y dale. A veces pienso que sólo he logrado tener un silencio confortable con mi marido y mis hijos, sólo con ellos no siento esa necesidad de llenar el espacio y ¡Es tan agradable el poder estar callada al lado de otras personas y no sentir que es incómodo ¡

Por otra parte, tampoco se trata de que no me guste el silencio o la soledad, al contrario he pasado largas épocas en mi vida en total soledad y sin otro ruido que el de mis pensamientos y eso me encanta, me llena de paz y tranquilidad, pero, en público sufro de incontinencia verbal.

Regresando a la historia que te quiero contar, todo empezó porque como siempre abrí mi bocota en un momento inapropiado -es más quizás el momento apropiado no existe-. Antes de seguir me gustaría ubicarte un poco en la situación, somos un grupo de amigas que  solemos  almorzar juntas en la oficina, trabajamos en la misma organización pero cada una tiene una profesión distinta, yo por ejemplo soy psicóloga, y cada mediodía cuando comemos comentamos nuestras vidas, nuestras inquietudes y como suele suceder hablamos de la comida en sí misma.

Tengo la impresión de que las mujeres de hoy en día no tenemos una relación del todo normal con la comida, la presión por encajar en ciertos moldes nos lleva a ser un poco extrañas y -en mi opinión- esto se nota particularmente bien en nuestro grupo.

Voy a comenzar explicando mi propia relación con el necesario acto de alimentarse, la cual además resulta ser -dentro de todo-  bastante normalita  (claro, quizás tengo esa impresión por aquello de ver la paja en el ojo ajeno e ignorar la viga que llevamos encima).  Bueno, como decía, a mi me encanta comer, cocinar y la gastronomía en general. Estoy suscrita a las revistas Gourmet y Bon Appetite -las dos revistas de cocina más antiguas y prestigiosas de los Estados Unidos-. Pienso que la comida debe ser disfrutada,  por eso mismo no desperdicio calorías. Es decir, no como cosas que engorden y no sean divinas y así me guardo las calorías para las cosas que valen la pena. Por ejemplo: no tomo bebidas dulces -a menos que tengan edulcorantes- para poder disfrutar de buenos postres, no como pan ni arroz blanco, en Navidad elimino las comidas regulares para poder atragantarme de hallacas en las reuniones sociales y de vez en cuando, si se me va la mano con algún atracón dominguero, me tomo un laxante para compensar.

El resto de mis compañeras de almuerzo también tienen sus particularidades gastronómicas: Jacqueline, la contadora, es una chica muy estilosa cuya cartera siempre irá a juego con sus zapatos, con un vocabulario muy preciso para nombrar las cosas y totalmente obsesionada con la limpieza, carga en el bolso un gel antiséptico que utiliza para repasar cuidadosamente los cubiertos –que lleva en su propia lonchera y que seguramente había lavado muy bien antes de salir de casa-. Limpia también sus manos, su taza, y su mantelito individual de plástico en un ritual automático que realiza antes y después de cada comida. Si algún día olvida su almuerzo inspecciona milimétricamente el estado de la cafetería  en la que va a comprar un  tentempié  y cualquier mínimo detalle: un miga de pan en la encimera, una dependienta sin guantes o con el pelo suelto o los envases para llevar a la vista en lugar de estar herméticamente guardados, es suficiente para que desista de comer nada que salga de aquel lugar. Y por supuesto no ingiere carnes  rojas, en realidad, de todas las que almorzamos juntas la única en atreverse con un buen churrasco soy yo.

Luego está Luz, estudió sociología y  es una de las personas más amables que he conocido, habla con mucha dulzura, sabe de todo y no hay nada mejor que escuchar su análisis de cualquier situación de actualidad, tiene un tono de voz que tranquiliza, es muy delgada, tiene unos ojos oscuros muy grandes, expresivos y llenos de cariño. Sin embargo, tiene un sentido tal de la disciplina y una rigidez que la hacen vivir encerrada en sí misma como en una jaula. Ella es de las personas que no se perdonan una, todo lo que hace debe ser perfecto, ajustarse a su rutina de vida y a sus esquemas mentales de  lo correcto, de lo que debe ser. Claro está, mi amiga no transfiere su firmeza a los demás, con los problemas y debilidades ajenas es muy comprensiva y solidaria. Pero, esa forma de ser si la traslada a la comida de forma que no se alimenta de nada considerado dañino para la salud -desde su propio punto de vista- es decir: eliminó totalmente el azúcar y las grasas, no come carnes rojas, no come mariscos, no come salsas porque tienen grasa, come muy poco. Casi todos los días lleva plumitas con pollo y queso blanco. En el fondo sospecho que simplemente sigue siendo una niña malcriada, no aprendió a comer de todo en la infancia y no sabe probar cosas nuevas. Pienso así, porque aún con su necesidad de limitarse nadie puede decir, por ejemplo, que unas piezas de sashimi van a subir el colesterol o afectar al hígado o al colon y a ella le horroriza el sólo pensar en comer salmón crudo. Adicionalmente en los últimos tiempos ha comenzado una cruzada contra las radiaciones de microondas que, según dice,  liberan dioxinas -unas toxinas cancerígenas- supuestamente resultantes de la mezcla producida al calentar recipientes plásticos con grasa, que penetran en los alimentos envenenándonos lentamente cada vez que calentamos algo,  por lo cual ella y la mitad del grupo, están cargando con pesados envases de vidrio para la comida.

Oriana, nuestra médica, es sumamente racional e inteligente, tiene voz de locutora y un estilo hippie que la distingue. En mi opinión, es la más sana en su alimentación -en teoría- porque  siempre todo le parece delicioso y provocativo. No obstante, no come casi nada, en realidad resulta  ser que no puede. Tiene un problema metabólico y por eso casi toda la comida le sienta mal. Generalmente lleva pescado  y sus comentarios suelen ser del tipo: Ojalá pudiera comer esto o aquello. En ocasiones se prepara durante días para darse un pequeño gusto, le encantan los helados y el chocolate, pero como es intolerante a la lactosa son parte de los placeres prohibidos.

Yaritza, la psicopedagoga es una mujer muy atractiva de formas voluptuosas, se preocupa mucho por su físico, va cada día al gimnasio y su relación con la comida es bastante estándar, siempre cuida las calorías, tampoco come carnes rojas, come poco y suele llevar alimentos sanos, mucha verdura, mucho pollo (no sé porque todas mis amigas piensan que la proteína más sana es el pollo, yo prefiero el pescado, la ternera, el cochino, no es que el pollo me disguste, sino que me parece algo aburrido). Trata de comer pocos dulces pero si hay un cumple se deja tentar por un buen trozo de torta.

Y finalmente está Esther, profesora,  brillantísima, de familia judía, verbo caustico y observaciones agudas, siempre deja clara su posición en todos los asuntos. En cuanto a la alimentación nunca le han gustado las carnes rojas y las eliminó completamente de su dieta hace más de 20 años, luego eliminó también el pollo, y después las legumbres -que le dan gases-.  Tampoco le gusta el pescado, comer animales en general le da asco, así que se alimenta de  vegetales, quesos, almidones y dulces. Dice que al ver a alguien engullir un bistec siente una profunda repugnancia que llega a las nauseas, se le paran los pelos de sólo pensar en probar los mariscos, por supuesto ni hablar de cosas exóticas, ella con las pastas y las verduras se siente servida, para mi, es la más radical de todas en el sentido de no ocultar su desagrado por la comida. Al mismo tiempo, presenta algunos problemas de salud, afecciones digestivas, deficiencias de hierro, anemia, entre otros.

Ahora que ya nos conoces te puedo contar lo que pasó el otro día cuando no pude mantener mi bocota cerrada, en nuestros almuerzos  –como te comentaba- conversamos de todo, los problemas con los maridos, política, trabajo, lo que cada una cocinó ese día, lo que hicimos el fin de semana, en fin lo normal.

Pues bien, esa vez yo había llevado una deliciosa ensalada de inspiración thai que es mi versión de una receta de Cooking Light, lleva un mezclum de lechugas con frutos secos fileteados, el aderezo, siempre por separado, tiene como base la salsa de soya y el limón y finalmente va coronada de unos filetes de ternera con un crostón de ajonjolí que deben quedar doraditos por fuera y muy rojos en el centro, cuando mis amigas vieron mi plato comenzaron con la tradicional monserga de la repulsión que les produce ver la carne roja y sanguinolenta y a mí el comentario me llevó a una disertación relacionada con un artículo que había leído recientemente.

El artículo trataba la relación de las mujeres con la comida y decía que en los últimos años además de la anorexia y la bulimia se han desarrollado una gran cantidad de patologías alrededor de la aproximación a la comida, que estas enfermedades generalmente se disfrazan en la búsqueda de una vida más sana, se va limitando la ingesta alimenticia argumentando la necesidad de comer de forma más saludable. Otro dato relevante es que las manías se expresan de múltiples maneras, algunas veces en la forma y el lugar de comer: hay gente que nunca se alimenta en público o que sólo lo hace socialmente. Luego hay personas que eliminan categorías completas de comida y cada día evolucionan suprimiendo un nuevo renglón hasta que al final no comen casi nada. Otros se atragantan sólo de lo que les gusta para luego hacer dietas extremas de limpieza comiendo  piña o repollo en exclusiva durante varios días y muchos más hábitos que no son sino la expresión de un montón de problemas psicológicos relacionados con la autoestima y la necesidad de control del entorno.

Mi perorata finalizó puntualizando que lo más grave de la situación es que muchos de estos hábitos terminan condicionando la existencia de las personas hasta el punto de limitarlas en su vida social, relaciones familiares y muchas veces afectando incluso la salud que pretenden defender.

Ciertamente, ninguna de mis amigas pareció darse por aludida, todas nos consideramos totalmente sanas y en control de nuestras vidas. Somos mujeres modernas, educadas y autosuficientes: mujeres maravilla exitosas en lo profesional y lo personal como esperamos de nosotras mismas. No somos adolescentes obsesionadas con la imagen y la popularidad, cada una ya tiene su lugar en el mundo y estamos bien situadas.

Sin embargo, a los pocos meses Esther me llamó, necesitaba hablar conmigo en privado, me contó entonces que mi discurso de las nuevas patologías psicológicas relacionadas con la nutrición  la había impresionado profundamente, me dijo que al escucharme comprendió que algo dentro de ella no estaba bien, se sintió retratada, por eso buscó apoyo médico y psicológico. Ahora, su marido y sus hijos la estaban ayudando, había recuperado el norte, estaba comiendo carnes rojas (recocidas y disfrazadas dentro de salsas y guisos, porque le seguían dando repugnancia). Su anemia crónica comenzaba a remitir y necesitaba hablar conmigo, primero para darme las gracias y segundo para pedirme los datos de la publicación médica en la que aparecía el artículo que les comenté, su doctor y su psicólogo querían revisarlo para poder diagnosticar mejor su patología con esas nuevas investigaciones.

En ese instante quise que la tierra me tragara, me quedé como muerta ¿Por qué no puedo nunca cerrar la bocota?  Gracias a un comentario trivial mi amiga había cambiado su vida -al parecer para bien, Dios mediante- y ahora quería conocer mis fuentes de información, y claro  ¿Como hago yo para decirle después de todo, que sólo se trataba de un articulito de la revista Cosmopolitan leído en la sala de espera del odontólogo y aliñadito con el perejil y el ají dulce de mi verborrea particular?

Vivir en el derrumbe

Mate González es mujer, periodista y experta en redes. Como muchas de nosotras,  Mate  se convirtió en mamá. La maternidad es un proceso muy complejo, especialmente para quienes queremos, o necesitamos,  seguir activas en nuestra vida profesional.  ¿Podemos ser profesionales y “buenas mamás” al mismo tiempo? ¿Y la culpa?  ¿Se puede aprender a ser “buena mamá”? 

Con este artículo de Mate, que es un regalito de luz para las más jóvenes,  doy la bienvenida a las colaboraciones a mi blog.  Como a ella debo en gran medida que elsegundovuelo.com  se haya hecho realidad,  pues el honor y el placer de tenerla en mi página, son dobles.

Siempre quise ser mamá. Y como soy galla, me preparé para serlo. Desde que decidimos que queríamos tener un bebé empecé a estudiar sobre embarazo, el parto, maternidad, lactancia, crianza …

Todas las noches pasaba horas navegando en internet, estudiando, como si fuera a escribir un reportaje. Como si fuera a escribir una tesis.

Naturalmente hice el curso prenatal, me mentalicé a tener el parto perfecto tal como lo había planificado y había estudiado. Yo sabía lo que me estaba pasando y eso me hacía sentir que tenía el “control”.

Los dos días en la clínica fueron perfectos, juraba que me la estaba comiendo. Hasta que llegamos a casa. Esa primera noche fue de terror. El bebé que venía comiendo de maravilla no podía prenderse al pecho, solo lloraba y nosotros no sabíamos qué hacer, yo buscaba en Google y nada funcionaba… Allí tuve mi primer encuentro con la maternidad, la real que no está en ningún escrito y que por más que te la cuenten no la aprendes hasta que la vives.

Así como esa primera noche de terror fueron los primeros meses, pegada a Google tratando de entender y no entendía nada. El resultado era frustración y angustia.

Junto con un bebé, me traje de la clínica un enorme miedo, había un humanito que dependía exclusivamente de mí. Llegué incluso a tener pensamientos apocalípticos: ¿qué iba a ser de mi bebé si a mí me secuestraba un ovni?

También me traje en la maleta todo el sentimiento de culpa. No entendía a mi bebé, no sabía por qué lloraba. No sabía ni cambiar un pañal, sentía que mi leche no lo alimentaba, que la casa se me caía, que estaba fea y que me estaba embruteciendo…el bebé lloraba y yo lloraba con él pero debía hacerme la fuerte, la feliz.

En silencio me atormentaba mucho, fui muy dura conmigo misma. Tenía tanto miedo. Y es que nada era como yo había estudiado, nada.

Además nadie me dijo, o si acaso Google lo hizo yo lo ignoré, que me iba a sentir perdida. Que viviría un cataclismo. Que estaría en medio de un derrumbe que no había estudiado.

Vivía agobiada, era un manojo de nervios y malhumor. Hasta que un día alguien sumamente amado me dijo que mi ansiedad estaba “socavando la paz de la familia”…  Si acaso quedaba alguna pieza en pie, terminó de caerse.

Esa frase que terminó de quebrarme se convirtió en un motor para cambiar las cosas. O por lo menos para intentarlo.

Dejé de buscar cada cosa en Google. Empecé a escuchar más a mi bebé. A tratar de escucharme a mí, pero no a mi loca cabeza torturadora, no. A escuchar mi corazón y a mi instinto.

Empecé el ejercicio de re-construirme en el que todavía estoy en la fase de aceptar-me como alguien nuevo, distinto.

Estoy entendiendo-me en este ejercicio diario, casi apostólico, de re-conocerme en silencio. De mirar ese derrumbe y a hablar de él.

¿Cómo lo he hecho?

Dejé de llevar la cuenta de las veces que amamanto al bebé, por ejemplo, para soltar el control. Decidí entender que no puedo con todo y empecé a dejar de “estudiar” y a fluir un poquito más.

Decidí que iba a ocupar mi mente en cosas más productivas que en atormentarme: estoy acompañando la gestación, parto y crianza de los proyectos de otros, lo que me mantiene motivada, energizada.

Empecé a bajarle volumen a la culpa, aunque a veces me gane la batalla, y procuro convencerme que lo estoy haciendo bien, que lo estamos haciendo bien.

Dejé de querer ser lo que era y estoy disfrutando más esta cosa nueva que soy. Aunque suene simple, trato de no pensar en cuándo volveré a ser quien fui sino en imaginarme cómo seré.

 

Mate González Jaime

@mategonzalezj